Ley de Vagos y Maleantes

Érase una vez… la Ley de Vagos y Maleantes

El Gobierno republicano-socialista del primer bienio de la II República española sometió en agosto de 1993 a la aprobación del Congreso la Ley de Vagos y Maleantes, conocida popularmente como la Gandula. Aprobada con el consenso general de la cámara, no era una norma que sancionara delitos, sino que pretendía evitar la futura comisión de aquellos y lo hacía dirigiendo su foco sobre posibles elementos considerados «antisociales».

Estos sujetos antisociales que podían ser declarados “en estado peligroso” eran los vagos habituales (a determinar), los rufianes y proxenetas, los mendigos profesionales (o aquellos que vivan de la mendicidad ajena), los ebrios, los toxicómanos habituales, los que usaran nombre falso… entre muchos otros, considerándose asimismo aquellos a los que se viera habitualmente acompañados de delincuentes, o maleantes, o frecuentaran los lugares donde se reunieran habitualmente.

También estaban sometidos a los preceptos de aquella ley “los reincidentes de toda clase de delitos y los criminalmente responsables de un delito con declaración expresa sobre la peligrosidad del Agente”. Y también aquellos que no justificaran la posesión o procedencia de dinero o efectos que se encontraran en su poder o que hubieran entregado a otros para su inversión o custodia.

La Ley de Vagos y Maleantes no fijaba penas pecuniarias o privativas de libertad stricto sensu, sino medidas de “alejamiento, control y retención” de aquellos individuos supuestamente peligrosos hasta que se determinase que aquella peligrosidad había desaparecido. No dejaban de ser curiosos los criterios de determinación tanto del nivel de peligrosidad inicial como el hecho de que aquella hubiera finalizado. En virtud de estas apreciaciones, la Gandula podía ser usada arbitrariamente para retener o reprimir a las personas más desfavorecidas o sin recursos.

Las medidas a aplicar, llamadas “de seguridad”, iban desde un internado en un establecimiento de régimen de trabajo (colonias) o en un establecimiento de custodia, hasta el aislamiento curativo en “casas de templanza”, la expulsión del territorio nacional (en el caso de extranjeros) o la prohibición de residir en una zona determinada designada por el tribunal correspondiente. También incluían la sumisión a la vigilancia de la autoridad, multas que oscilaban entre las 250 y las diez mil pesetas y la incautación por el Estado del dinero o efectos de difícil justificación.

Durante el régimen franquista, la ley fue modificada en 1954 para incluir a los homosexuales como sujetos antisociales potencialmente peligrosos, junto a los rufianes y los proxenetas, en su artículo segundo. Para ellos las medidas de seguridad incluían “el internado en instituciones especiales y, en todo caso, con absoluta separación de lo demás” y, posteriormente, la “prohibición de residir en determinado lugar o territorio y obligación de declarar su domicilio”.

La Gandula fue derogada en 1970 para ser sustituida por la Ley sobre Peligrosidad y Rehabilitación Social en términos muy similares, pero aumentada, puesto que ahora sí incluía penas de internamiento en cárceles o manicomios para aquellos sujetos considerados peligrosos (incluidos los homosexuales) para su rehabilitación.

No obstante su completa derogación en 1995, la extinta ley bien podría recuperar parte de su objeto en estos tiempos azarosos en los que la mezcla de lo público con lo ajeno, por ejemplo, ha tomado carta de naturaleza entre algunos de nuestros gestores o representantes políticos. Quienes han ejercido el poder -o se han arrimado a él- con un ejercicio de impudicia no siempre perseguido y, menos aún, condenado podrían encajar, genéricamente, en el perfil de vago o maleante que fijó el legislador en aquel lejano 1933.

Era una ley, no se puede negar, propia de un tiempo y una sociedad bien distinta de la actual en cuanto al grado pobreza y analfabetismo o la ausencia de oportunidades de progreso material. Qué duda cabe que, en ese escenario de una España atrasada y depauperada tras la pérdida del esplendor colonial, la norma ponía el foco sobre esa amplia capa de personas que, ajenas de otra opciones, optaban por una camino oscuro para sobrevivir.

Pero lo curioso es que cerca de un siglo después, el concepto de vago o maleante -tomada su definición conforme al código de los años 30- adquiera vigencia aplicado, ahora, a gentes de una condición económica y formación opuesta a los que, paradójicamente, les encajan como un guante ciertas definiciones de entonces: “los reincidentes de toda clase de delitos” o “aquellos que no justificaren la posesión o procedencia de dinero o efectos que se encontraran en su poder”.

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Ley para la Defensa de Consumidores y Usuarios

Consumidores y usuarios: ya somos europeos

Entre el totum de las modificaciones normativas incluidas en el carro de la reformas legislativas inspiradas por el ministro de Justicia no figura una que, paradójicamente, tendrá una trascendencia puede que mayor que alguno de los empeños de cambio que han caracterizado, hasta ahora, la gestión de Alberto Ruiz-Gallardón. Como tantas veces ocurre, quedan como más importantes ciertas zonas del edificio legal menos propensas a la ideología, pero más relevantes para nuestra vida cotidiana.

La reciente entrada en vigor del texto refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios (y otras normas a las que complementa) cumple con el mandato a que venía obligado el Reino de España de adaptar la Directiva Europea sobre Derechos de los Consumidores. Como es habitual por estos pagos, Gobierno y legislador se han tomado su tiempo para armonizar esta ley, conforme al mandato del Parlamento de Estrasburgo.

La norma adaptada, extensa pese a que sólo trata “del núcleo básico” de la protección de los consumidores y usuarios, se estructura en 165 artículos a partir de cuatro libros (Disposiciones generales, Contratos y garantías, Responsabilidad civil por bienes o servicios defectuosos y Viajes combinados, por este orden) que establecen el régimen jurídico, fundamentalmente, de dos modalidades de contratación, a saber: los contratos celebrados a distancia y los celebrados fuera de establecimiento comercial. También incorpora a la refundición la regulación sobre viajes combinados, fijando un régimen específico al no estar afectado por las normas estatales sectoriales sobre turismo.

¿Qué novedades nos trae la ley ahora armonizada? En esencia, un marco en el que los derechos de las personas receptoras de ciertos bienes o servicios quedan más protegidos en la forma – se obliga a documentar las ventas a distancia más allá de la mera transacción derivada de  una conversación telefónica – y en el tiempo.

Así, se dobla de 7 a 14 el plazo de días naturales para desistir del contrato – sin indicar el motivo y sin coste – y se prohíben los cargos encubiertos – habituales cuando accedemos a la compra de un viaje o una pernoctación hotelera que se nos ofrece a un precio inicial que luego va creciendo durante el proceso de compra -, de tal modo que el cliente siempre tendrá que aceptar el coste final antes de acabar la transacción.

El cliente, asimismo, queda más protegido en los procesos que requieren formalizar contratos por vía telefónica. Y, en el mismo sentido, recoge la obligación que tienen desde ahora las empresas de facilitar al usuario, antes de la firma del contrato, información precontractual suficiente que resuma el acuerdo alcanzado. De lo contrario, no será considerado como aceptado.

En términos prácticos, esto obligará a que las ventas por vía telefónica – o cualquier otro sistema de comunicación no presencial – sólo alcanzarán validez plena una vez que el cliente exprese su conformidad mediante su firma en papel o bien a través de un mensaje de aceptación (fax, correo electrónico, sms…). “El empresario deberá velar por que el consumidor y usuario, al efectuar el pedido, confirme expresamente que es consciente de que éste implica una obligación de pago”, dice el artículo 98.2 de la Ley.

No menos relevante es el apartado 5 de este mismo artículo, que obliga a empresario y empleados que pretendan celebrar un contrato a distancia por teléfono, “a revelar, al inicio de la conversación, su identidad y, si procede, la identidad de la persona por cuenta de la cual efectúa la llamada, así como indicar el objeto comercial de la misma”.

El empresario, además, correrá con la carga de prueba del cumplimiento de lo dispuesto en los artículos 98.7 (obligación de facilitar un contrato antes de la entrega del bien o del comienzo de la ejecución del servicio) y 99.2 (obligación de facilitar el contrato en papel “o en un soporte duradero diferente”), so pena de que pueda ser anulado “a instancia del consumidor y usuario por vía de acción o excepción”.

La nueva ley pretende, como se ve, acabar con ciertos espacios de indefensión en los que casi cualquier usuario de los nuevos canales de venta se ha visto atrapado alguna vez. Contratar un viaje, un seguro o una modalidad de abono telefónico, por citar sólo algunos de los casos más frecuentes, no debería de comportar a partir de ahora esa desagradable sensación de ninguneo que no compensa, en ningún caso, el ahorro de tiempo cuando descartamos la compra tradicional ‘cara a cara’.

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Despacho o empresa

¿Empresa o despacho? una elección recurrente

La crisis de nuestras vidas. Así se ha venido a apellidar la recesión que padece España desde que un – cada vez más lejano – 2008 comenzara a atisbarse que los días de vino y rosas llamaban a su fin. Desde el septiembre de aquel verano en el que la caída de Lehman Brothers anticipó el cataclismo, muchos de los factores que mueven nuestro sistema económico y el andamiaje social han cambiado lo suficiente como para que sean pocos los que puedan presumir de no haberse visto afectados.

La profesión de abogado, considerada como tal, no ha sido ajena a las consecuencias de la recesión y todavía hoy, por desgracia, miles de colegas de todo el país las sufren en carne propia: los repetidos retrasos en el cobro de honorarios (y en la congelación de sus tarifas) de quienes ejercen el turno de oficio o la reducción de ingresos de la mayoría de bufetes provocada por el descenso de la litigiosidad – agravado tras la entrada en vigor de la Ley de Tasas del inefable ministro Ruiz Gallardón – son sus exponentes más llamativos.

A ese escenario convulso se asoman, inevitablemente, quienes tras acabar sus estudios de grado y realizar la práctica correspondiente se plantean un futuro vital asociado a los conocimientos adquiridos en forma de ejercicio de la abogacía. Descartado el intento de acceso a la función pública en cualquiera de sus ramas (judicatura, fiscalía, oficina judicial, notarios-registradores, docentes o técnicos superiores, entre las más comunes), se plantea, en la esfera de la práctica privada, una elección entre el trabajo por cuenta propia o ajena.

El dilema no es privativo del letrado. Más aún, se enmarca en el tan manido debate sobre la escasa capacidad de emprendimiento del español medio cuando se recurre – a veces obsesivamente – a la teórica virtud de la autonomía profesional como palanca de acción para el futuro de una nación a la que, en su ausencia, se condena a un porvenir oscuro y fatalista en el que el cliché de país del sur, arrimado a la subvención y carente del sentido de la innovación y el cambio, adquiere su máxima expresión.

Llegados al punto de tomar el trayecto de la autonomía profesional – en forma de despacho propio, o casi que compartido a la vista del frío que rodea a una decisión de este tipo si se hace en solitario y sin red – o el de la dependencia, tratando de acceder a un puesto de trabajo como asesor jurídico de una empresa – ahora y en el futuro puede que director – se convierte en una decisión trascendental que en nuestro caso implica toda una elección de vida.

Hasta no hace mucho, dos factores parecían determinantes para elegir el segundo de los caminos propuestos: la intención del abogado de involucrarse plenamente en el actividad de la compañía que le contrataba – en un plano directo que nunca llega a alcanzarse desde la mera asesoría externa – e, igualmente importante, la oportunidad de conocer en profundad la actividad y objetivos de esa misma empresa para alcanzar desde ese nuevo estatus un desarrollo profesional pleno.

Menos importante parece de un tiempo para acá – porque puede que la crisis, también en esto, modifique paradigmas y nos obligue a preguntarnos otras cosas – el nivel de retribución y la obtención de otros premios económicos o materiales. Y aquí surge ese tercer factor, novedoso, que condiciona la elección entre ejercicio autónomo o dependiente.

En los últimos años, es cada vez más recurrente, o al menos eso detectan las empresas caza talentos o cualquier departamento de selección de personal, la importancia que se otorga a la ligazón a una empresa no dedicada al negocio jurídico la posibilidad de conciliar mejor trabajo y familia, trabajo y ocio o, simplemente, trabajo y horario de trabajo. De esta forma pasarían a ser tres los factores que influyen decisivamente en el paso de un despacho – y no tanto desde aquí, como de un bufete de una cierta dimensión – a una empresa de servicios o a cualquier otra organización de ámbito privado.

El nacimiento de esta nueva condición no deja de revelar una transformación sociológica, cuando menos en el mundo desarrollado, que habla de poner por delante de ciertos valores – hasta ahora colocados en la parte alta de la escala: ingresos y prestigio socio-profesional – por debajo de aquellos que llaman a un modo de vida menos azaroso – y, si se quiere, menos frenético – en los que dedicar más tiempo a la familia o al ocio, o reducir el riesgo de incertidumbre, adquieren, ahora, su máxima importancia.

Y la paradoja, con todo, no desaparece porque puede que sea tan vieja como la misma humanidad. Simplificadamente, aversión al riesgo frente a espíritu liberal (en la acepción pura de clásicos como Adam Smith). Una decisión, al cabo, que implica tantos matices que ni puede considerarse única, ni bueno sería que lo fuera so riesgo de caer en esa otra tendencia, tan humana también, de reducir nuestra visión de las cosas y los actos a blancos y negros.

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gritar en las redes sociales

Redes sociales: vomita que algo queda

El asesinato de la presidenta de la Diputación de León, Isabel Carrasco, y la profusión posterior de comentarios en las redes sociales – entre soeces y amenazantes – acerca de la justicia de su muerte, o el deseo de que se hiciera extensiva a otros dirigentes concretos o a la generalidad de la clase política, han devuelto al primer plano del debate social la fijación de los límites a la libertad de expresión.

Por si fuera poco el ruido generado por la muerte violenta de Carrasco, unos días después se añadió al caldo de la discusión el conocimiento de más de 17 mil comentarios ofensivos en la nube digital (Twitter) contra la comunidad judía en nuestro país. El detonante, en este caso, fue la victoria del Maccabi Tel Aviv sobre el Real Madrid en la final de la Euroliga de baloncesto.

Al hilo de estos dos hechos y del aluvión de pensamientos ofensivos arrojados en la red, ha actuado el Ministerio Público realizando varias actuaciones por la supuesta comisión de delitos de calumnias o injurias (Art. 205 y ss. del Código Penal) o de incitación a la discriminación, el odio o la violencia (Art. 505) y procediendo a analizar otros dos centenares por si pudieran encajar en alguno de estos tipos.

En paralelo al esclarecimiento de las consecuencias penales, se ha avivado una discusión en la que unos llaman la atención sobre la capacidad de las redes sociales (Twitter y Facebook, especialmente) para propagar infundios de cualquier naturaleza, mientras otros ven en el proceder de la Fiscalía una amenaza a la libertad de expresión.

Esa última corriente apela a la democracia de la red, como instrumento no sujeto al control de los poderes que representan la administración, las fuerzas económicas o los mismos medios de comunicación. Bajo ese teórico virtuosismo cabría albergar cualquier exabrupto, ya sea deseando el mayor de los males a quien se ponga por delante – generalmente animando a que sean otros los ejecutores – o faltando a la dignidad de este o aquel grupo en función de sus particulares circunstancias de identidad sexual, racial, social profesional o política.

No parece adecuado, por otra parte, incurrir en la tentación de adaptar la legislación en caliente para tratar de frenar este desparrame de opiniones. Ya conocemos, y padecemos, la recurrente manía de partidos y grupos de presión a cambiar la ley a golpe de sucesos y parece comprobado que las más de las veces sólo terminan por provocar más frustración social que beneficios al común de la ciudadanía.

Y en el caso que nos ocupa, no hay nada nuevo bajo el sol. España posee una legislación suficiente en esta materia y, si acaso, lo que padece es un déficit de visitas a los juzgados – puede que condicionado por la conocida lentitud de nuestro sistema -, especialmente sonrojante cuando se compara nuestra tasa de denuncias por daño al honor (malamente sobrepasa las mil anuales) con la de algunos países del Norte de Europa (60 mil en el Reino Unido, 24 mil en Alemania o 6 mil en Suecia).

Internet y las redes sociales no han hecho otra cosa – no desdeñable en cualquier caso – que aumentar el volumen y las repeticiones de lo que antaño considerábamos chismorreos de patio de vecindad o comentarios fuera de tono en la barra de un bar. No han cambiado los tipos (ya suficientemente enunciados en nuestro ordenamiento) como la alarma que nos provoca comprobar la capacidad de propagación de una cadena de 140 caracteres fruto del pensamiento complejo de quienes han creído encontrar en esta vía el paradigma de la libertad y su única forma de ejercicio.

Y no menos cierto resulta el riesgo de relativizar el efecto nocivo de la palabra cuando – envuelta en aquel derecho que Montesquieu dijo estar dispuesto a defender con su vida – esconde una dosis de odio o animadversión suficiente para que, inoculada a través de un intangible gotero, no percibamos letal hasta que el veneno haya hecho su efecto.

Puede que la mayor lección a cuenta del asesinato de Isabel Carrasco o la victoria del Maccabi Tel Aviv sea reflexionar sobre la paradoja que provoca la libertad de defender la opinión del contrario que teorizó el barón de Montesquieu. Mientras la mayoría caminamos por una senda en la que hemos plantado unas vallas para contener el simple desprecio o limitar nuestros pensamientos más primarios, otros – sin ánimo alguno de reciprocidad, como se ve – pastan, mugen y defecan a los lados del camino.

Igual cuando sean mayoría comenzamos a preocuparnos. O igual, como dejó sentado el  pastor luterano Martin Niemöller (1892-1984) en un célebre sermón luego atribuido al dramaturgo Bertolt  Brecht: “Cuando vinieron a buscarme, no había nadie más que pudiera protestar”.

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Justicia universal

España y la justicia universal

La colusión de intereses entre los poderes del estado moderno es tan vieja como su propia formulación. Gobierno, legislador y jueces ni deben, ni pueden, ir de la mano so pena de confundir el papel de cada uno, viciando las tareas de cada cual y pervirtiendo un orden que debe, al cabo, proteger al ciudadano a través de la vigilancia de los derechos que nos hemos dado colectivamente.

No obstante, los tres poderes que sustentan nuestro andamiaje social nunca han renunciado a la tentación de orillar el papel del contrario para imponer – por la fuerza de un decreto, una ley o la interpretación expresada en un fallo – puntos de vista exclusivos, y particularísimos, que en unos casos provocan la protesta del poder que ve lesionado su papel y – lo que es peor – en  otros generan el asombro o la alarma del común de las personas.

La reciente reforma operada por la Ley Orgánica 1/2014 sobre la justicia universal cumple con los dos supuestos citados. Su entrada en vigor, mediante una tramitación urgente por iniciativa del Gobierno y sólo respaldada en las Cortes por el partido que lo sustenta, incluye una disposición transitoria única que declara sobreseídos procedimientos abiertos en los que no se cumplan los requisitos establecidos en el propio articulado de la ley. Esto es, Ejecutivo y legislador se ponen de acuerdo para actuar retroactivamente.

Y a pie de calle, la sociedad asiste, entre alarmada y alucinada, a la puesta en libertad de decenas de presuntos narcotraficantes (porque en virtud del cambio, el Reino de España no es competente para juzgarlos al no haber actuado ilícitamente en tierra o mar de nuestra soberanía) o al decaimiento de causas que investigaban la comisión de delitos de genocidio o torturas  – contra ciudadanos españoles – en la antigua provincia del Sáhara o – también contra algunos de nuestros nacionales – en la base estadounidense de Guantánamo.

De fondo queda la resolución del caso que parece haber dado pie a esta nueva actuación precipitada del Gobierno de España, y su inefable ministro de Justicia, para tapar la vía de agua que se le abrió tras el auto de la Audiencia Nacional, de noviembre de 2013, ordenando la busca y captura de altos cargos del Partido Comunista de China por su supuesta relación con el genocidio practicado durante décadas en el Tíbet.

La velada protesta del régimen comunista por este auto, y las no menos veladas amenazas de las consecuencias que para las relaciones bilaterales con el gigante asiático tendría la decisión de la AN, provocaron – porque otra cosa no parece, por bien pensado que se pueda ser – una rápida respuesta del Gobierno de España para hacer del auto papel mojado y tranquilizar a uno de los socios comerciales más importantes de nuestro país.

La solución del conflicto que se adivinaba en el horizonte fue esta acelerada reforma de la LOPJ. Las consecuencias, admitiendo que una legislación ad hoc habría sido aún más escandalosa, es que Gobierno y legislativo han abierto la puerta, mutatis mutandis, a un volumen significativo de presuntos narcos a los que desde ahora habrá que exigirles, qué menos, prueba de admiración de la capacidad de Pekín para influir – ex foros internacionales – en el cuerpo legal de un estado soberano.

Con todo, esta última reforma culmina un camino en sentido inverso al que emprendió el Gobierno de Felipe González en 1985, cuando instituyó el principio de la jurisdicción universal en la primitiva LOPJ atribuyendo competencia “para conocer de los hechos cometidos por españoles o extranjeros fuera de territorio nacional” en materia de terrorismo, genocidio o tráfico de frogas, entre otros. Aquella senda ya fue luego limitada en 2009, por acuerdo de PSOE, PP, CiU y PNV, y ahora queda aún más circunscrita.

Y confirma, por más que duela, una de las paradojas que provoca el noble deseo de que todos los países del mundo se rijan por un código común de leyes y buenas prácticas, especialmente cuando de proteger los derechos fundamentales de la personas se trata. Nobles intenciones que además de tropezar en los obstáculos que imponen el tráfico económico entre estados, los intereses geoestratégicos o la existencia de regímenes más o menos dictatoriales, descubren que para entender o aplicar la justicia con un sentido global, en un mundo global, quedan muchos pasos por dar. Lo convengan cínicamente unos o lo lamenten quejosamente otros.

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Los juicios paralelos

Los juicios paralelos

Las democracias maduras hicieron de la Prensa un cuarto poder que, de facto, se añadió a un andamiaje que fraguó como hoy lo conocemos a partir de la Constitución de los Estados Unidos o el concepto de estado madurado tras la Revolución Francesa. Edmund Burke dejó acuñado en esa misma época un término que con los siglos no ha dejado de tener vigencia y sobre el que filósofos, politólogos y los propios periodistas han teorizado repetidamente.

Antes la palabra escrita, luego la radio y televisión, y de últimas Internet y las redes sociales, los medios de comunicación caminan desde entonces entre su imprescindible papel como examinadores de la actuación de los poderes públicos y una tentación, devenida convicción, de marcar el paso a cualquiera de los estamentos.

A cuenta de esa recurrente práctica, los mass media fijan posiciones propias mientras deciden las responsabilidades de terceros en los hechos sometidos a debate o puestos a disposición del público. Cuando a cuenta de la velocidad que marca el mundo digital se omiten los debidas cautelas que obligan al contraste de pareceres o la búsqueda de una visión más profunda de las cosas, tenemos ante nosotros lo que venimos en denominar juicios paralelos. Juicios que la mayoría de las veces se sustancian cuando lo que está sometido a escrutinio aún anda en fase de instrucción judicial.

Si tales juicios sólo tuvieran cabida en la sección de opinión con forma de comentario editorial podría aceptarse que cumplen con aquel papel que se pretende de la Prensa – reclamado por el ciudadano que desea formarse una opinión a través de éste – para tomar posición ante sucesos que tienen cierta trascendencia para nuestras vidas.

Pero ocurre, desgraciadamente, que el periodismo – y lo que pasa por tal disfrazado sin tapujos de puro entretenimiento televisivo de prime time o de periodismo ciudadano a caballo de una cuenta en Twitter – incurre con mayor frecuencia de la admisible en la indeseable costumbre de anticipar sentencias y repartir culpabilidades. Que luego el fallo de un tribunal coincida con la primera instancia editorial resulta accesorio. De valientes están llenos los cementerios y de condenados a pena de telediario nuestro país. No cabe, por lo general, recurso de apelación o reparación ulterior.

Cómo acabar con este ejercicio perverso del cuarto poder no parece cosa fácil más allá de exigir a quienes lo practican rigor en su trabajo diario y el sentido de la ética profesional por bandera. Todo lo demás queda reducido – vana satisfacción – a una lejanísima rectificación “con el mismo espacio y despliegue tipográfico” que la noticia impugnada, si es que el afectado en su honor por la acción de un medio de comunicación consigue llegar a buen puerto en el intento de ver reparada su imagen.

Cabría pedir también, desde el lado de los operadores jurídicos y no menos del legislador o el Gobierno, más determinación para acabar con el frustrante retrato de lentitud que ofrece la acumulación de instrucciones eternizadas en todos los niveles, la indecisión de este o aquel gobierno para poner a la altura de este siglo la oficina judicial – con tomar el ejemplo de la Agencia Tributaria sería suficiente para marcar un nuevo rumbo – o la contumacia de las Cortes y los parlamentos autonómicos confundiendo la adecuación de la ley a su tiempo con una inentendible vocación de enmarañar el corpus normativo.

Sólo de esa manera puede aspirarse a que los juicios paralelos ganen y ganen presencia mientras se dilata, ad eternum, la aclaración de responsabilidades de los encartados en decenas de casos, entre los que los de corrupción política y malversación del erario son los más llamativos, cuando no aquellos relacionados con causas más terrenales en las que bienes privados o derechos personales son violentados.

Entre tanto, en los tiempos del ruido mediático, del aluvión de fuentes informativas y de la imparable tendencia de unos simplificando los mensajes y de otros aceptando que mejor un frasco de titulares en píldoras que un puchero de contenidos que obligue a una cierta digestión, no se atisba una voluntad – ni de la industria periodística, ni de una sociedad refractante al análisis, el debate sosegado y al pensamiento complejo – de devolver a cada uno a su papel.

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Atasco legislativo

Atasco legislativo

Frenética. No hay otra palabra para describir la actividad legislativa en la que se encuentra sumido el Ministerio de Justicia, embarcado en una avalancha de proyectos de modificación y reforma para un buen paquete de normas. Normas, además, que no son cualquier cosa, sino que resultan ser determinantes para el desarrollo económico y social de este país. Un país que se encuentra, como todos nos habremos dado cuenta a estas alturas, inmerso en una convulsión económica que genera por sí sola unos cambios a los que hay que hacer frente de manera imperativa. No tiene sentido – ni común, ni de otro – que, gratuitamente, generemos un caos dentro de uno ya creado.

Si estuviéramos en otro sitio, esta masiva transformación legislativa podría generar un estado de duda y zozobra, pero no hay de qué preocuparse: estamos en España, y por suerte o por desgracia – no nos atrevemos a decantarnos – aquí todo va muy despacio. El fantasma de la Ley de Acceso a la profesión de abogado sobrevuela cada una de estas iniciativas reformistas. Una ley que, después de ocho años, no ha podido demostrar resultado alguno. Y las expectativas que ya ha levantado la mayoría de los anteproyectos auguran el mismo camino. Con el agravante de las prisas, ya que lo que no entre en el Consejo de Ministros antes de verano, posiblemente ya no vea la luz en esta legislatura.

Este panorama se le presenta al ansiado Código Procesal Penal, que en el intento de convertir al fiscal instructor en el protagonista de la investigación penal, para acercar el modelo al de los países de nuestro entorno, puede quedar lastrado por una vacatio legis infinita, ante la inevitable reorganización del sistema judicial español que ello implicaría.

También encontramos situaciones de densidad de tráfico que provocan atascos legislativos que no permiten la fluidez de las reformas pretendidas. Así las cosas, si bien la modificación de la Ley Orgánica del Poder Judicial pretendía una reforma estructural sin precedentes, lo cierto es que la realidad ha venido a demostrar que para ello era necesario la reforma de la Ley de Demarcación y Planta Judicial, con lo que el inicial desarrollo en paralelo de ambas  – por eso de ahorrar tiempo – se va a quedar en un mero deseo, ya que primero habrá que esperar a que la primera quede aprobada. Así que los tribunales de Instancia tendrán que esperar.

También hay colisiones. Mientras la Ley de Enjuiciamiento Civil potencia las competencias y atribuciones de los procuradores, la Ley de Servicios Profesionales elimina la incompatibilidad entre éstos y los abogados, con la comprensible preocupación que dicha situación genera entre los primeros. Conclusión: Gallardón y de Guindos no se hablan, o peor, se hablan pero no se entienden.

Y, cómo no, largas colas y retenciones. La aprobación del nuevo Código Mercantil va camino de ser un proceso tan extenso y tortuoso como la operación retorno en la M-30 después de Semana Santa. Casi ocho años son testigos de los trabajos preparatorios, en los que se recogen los cambios que ha experimentado la sociedad en el mundo de los negocios del siglo XXI.

Y para finalizar, la Ley de Asistencia Jurídica Gratuita, que no es otra cosa que un siniestro total. Mala para el justiciable, al quebrar el principio de igualdad entre los ciudadanos. Mala para la Administración, al aumentar la carga burocrática. Y muy mala para los abogados, a los que no sólo se les reducen los baremos  – ya de por sí paupérrimos – con los que se paga el turno de oficio, sino que prevé que éstos asuman los costes de una defensa cuando el cobro sea improbable al encontrarse el cliente en paradero desconocido.

A este paso, y ante tanto dislate, solo falta que barrunten una norma que nos obligue a pasar de nuevo por la facultad para renovar la licenciatura en Derecho.

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Sobre inspecciones y fraudes

Sobre inspecciones y fraudes

La crisis económica en la que vivimos desde que asomaran los primeros síntomas de la enfermedad en 2007 ha traído de nuevo al debate público la consideración del fraude a la Hacienda Pública como uno de los mayores males que aqueja a nuestra sociedad. El fraude fiscal, como expresión última de la economía sumergida y de la voluntad de eludir sus obligaciones tributarias de miles de particulares y empresas, sería entonces el maligno contra el que luchar.

A cuenta de la lucha contra el fraude -y del manejo de unas y otras proyecciones tan  bienintencionadas como poco fundamentadas- se ha terminado por instalar una conclusión que de limitada sirve para acomodar pensamientos y evitarnos mayores reflexiones: atajado el fraude, acabada la crisis. Afloradas y cobradas las deudas tributarias, el estado del bienestar volvería a ser completamente viable.

Cabe reconocer que la tentación de aplicar soluciones simples a problemas complejos es una práctica inmemorial que a los postulantes ahorra mayores disquisiciones y a los seguidores ulteriores análisis. La experiencia, empero, demuestra que si los problemas de la vida terrenal fueran de tan sencilla resolución, el tránsito por el mundo desarrollado no sería el ‘vía crucis’ que comporta el ejercicio de poner en práctica un servicio público o el cumplimiento de las leyes.

No obstante, el poder ejecutivo sigue empeñado en matar moscas a cañonazos. Vendría bien traído el refrán al saberse de la actuación de la Agencia Tributaria en las cuatro provincias gallegas, donde ha visitado cientos de despachos de abogados a la búsqueda de dinero negro u otras manifestaciones de posibles incumplimientos de la Ley General Tributaria.

Inspectores y subinspectores de la Agencia Tributaria se han personado en decenas de bufetes de la región reclamando facturas, movimientos bancarios y libros contables, en un desaforado ejercicio de revisión, que, por lo pronto, convierte al letrado -como antes a cualquier empresario o profesional- en un sujeto a priori sospechoso de haber incurrido en falta administrativa o delito penal en tanto no demuestre su inocencia.

Tiene guasa, además, que en este inaudita inversión de la carga de prueba, usted, después de cumplir una tras otra las obligaciones registrales, informativas o liquidadoras, deba demostrar que ni defrauda al Erario, ni tiene voluntad de hacerlo. A Hacienda, a lo que se ve, le parece poca cosa que un despacho de abogados siga las pautas a la que viene obligado en cuanto sujeto tributario.

La actuación de los ‘hombres de Montoro’ tendría, otra vez, más de efecto ejemplarizante que chicha, más ruido que nueces, un ejercicio de fuego con pólvora del rey que, ya se sabe, pagamos todos precisamente con esos (elevados) impuestos. En el ánimo de este ministro ya ha quedado acreditadamente demostrada su irrefrenable manía de poner en cuestión la honorabilidad y la buena ciudadanía ora de un colectivo, ora de otro. Antes, cineastas o periodistas, ahora los abogados.

Entre tanto, recuperemos la primera acepción que da el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) al verbo (transitivo) defraudar: “Privar a alguien, con abuso de su confianza o con infidelidad a las obligaciones propias, de lo que le toca de derecho”. Y expliquemos que conviene traerla al caso para preguntarnos cuál es la política del Gobierno -de éste o de cualquiera otro que gestione recursos del común- para no vernos privados de nuestro derecho como contribuyentes a esperar del gobernante el deber, ‘in vigilando’, de velar por el desempeño de cualquier empleado público con la debida diligencia.

Porque más allá de garantizarse el cumplimiento de un horario laboral o la presencia en el centro de trabajo mediante la negación de ciertas bajas médicas -combatiendo un fraude que efectivamente existía- existe otro fraude -y por no cuantificado no deja de serlo-, respecto del abuso de la confianza o la infidelidad de las obligaciones propias de las que habla el DRAE.

Si se trata de prevenir y fomentar la ejemplaridad, bárrase también el patio y exíjase que el trabajo desarrollado cumpla con un programa de tareas y tiene, al fin, un sentido y una utilidad para la sociedad. ‘Do ut des’, nada más y nada menos.

Imagen: 123rf

 

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Tests psicológicos a Jueces

Test psicológico y oportunidad perdida

El Consejo de Ministros aprobó el pasado 4 de abril el anteproyecto de Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ), que pretende -a través de una profunda reforma de la ley aprobada en 1985 y sometida a más de 40 modificaciones desde entonces- la agilización ‘definitiva’ de la Justicia “adaptando las estructuras existentes a la realidad económica, social y jurídica del siglo XXI”.

A expensas del texto definitivo qua salga tras su paso por las Cortes, la primera versión de uno de los proyectos ‘estrella’ del ministro Ruiz Gallardón ha llamado -y mucho- la atención por introducir una prueba de idoneidad psicológica para quienes habiendo superado la oposición correspondiente y el paso por la Escuela Judicial estén a las puertas de convertirse en jueces.

El artículo 316.1 (dentro del Título II, de Ingreso en la Carrera Judicial) recoge que los antedichos alumnos se someterán a una prueba psicotécnica “con la exclusiva finalidad de permitir la detección de trastornos psicológicos, de la personalidad o de la conducta que les incapaciten para el ejercicio de la función jurisdiccional”. El mismo requisito se aplicará a quienes opten a la carrera fiscal (art. 316.2) y, asimismo, quienes pretendan el ingreso en el futuro cuerpo de Letrados de la Administración de Justicia (Art. 549.3).

El anteproyecto deja claro también en el citado artículo 316 (apartados 3 y 4) que el contenido y modo de realización de la prueba será determinado, conjuntamente, por el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y el Ministerio de Justicia y que deberá ser incluido en las bases de cada oposición junto al tribunal de cualificación, en el que “se garantizará” la presencia de “expertos cualificados en la materia”. El director de la Escuela Judicial conocerá el resultado de estos exámenes y a la vista de ellos propondrá a la Comisión Permanente del CGPJ la exclusión de los suspendidos como jueces o fiscales.

A riesgo de tomar la parte por el todo de una ley que presenta medidas de mayor calado -como la instrucción colegiada de ciertos asuntos de la Audiencia Nacional o la creación de los tribunales de instancia como sustitutos de las audiencias provinciales, por citar un par de ellas-, llama la atención la introducción del examen psicotécnico como una barrera de acceso a la condición de juez o fiscal, no explicada por el Gobierno en la exposición de motivos de la ley, y menos en su articulado.

La medida no vendría a contaminar la idoneidad del aspirante a juez o fiscal si, efectivamente, queda en un ‘simple’ test de idoneidad psicológica y no esconde intereses oscuros para tamizar a los aspirantes en función de creencias de índole personal ya naturalmente protegidas por nuestra Constitución. Sólo si así fuera, puede terminar de acreditar la capacidad del futuro juez o fiscal. Y obviamente, una medida de este calado, por desconocida su aplicación en nuestro andamiaje normativo, sólo será susceptible de evaluación con su repetida aplicación en el tiempo.

No obstante, la pretendida voluntad del legislador de mejorar los criterios de acceso a la carrera judicial habría descartado, de nuevo, una inmejorable oportunidad para avanzar hacia un sistema de acceso para jueces o fiscales más ligado al conocimiento previo de la realidad de quienes operamos en el mundo judicial.

Como bien advirtió Joaquín Astor Landete en la entrevista ofrecida a nuestra revista IUS en noviembre pasado, bien podría haberse considerado en esta reforma de la LOPJ avanzar hacia un examen de estado (tan fuerte como ligado al conocimiento práctico) como culminación de un proceso de aprendizaje en el que los pretendidos jueces o fiscales, previamente, hayan conocido de primera mano realidades fundamentales para su posterior tarea como el despacho de un letrado, el Ministerio Público o la propia oficina judicial. Justo aquello que evitaría “el férreo bunker de estudios” o el sistema de “memorización brutal” del que habla el presidente de la Audiencia Provincial de Santa Cruz de Tenerife.

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Estrés laboral

El estrés laboral, un riesgo para el abogado

La profesión de abogado, a priori, no aparenta tener mayores riesgos laborales añadidos que los que pueden encontrarse en la vida de un ciudadano común. Normalmente asociamos las enfermedades laborales y los accidentes de trabajo a actividades profesionales relacionadas con el esfuerzo físico; pero lo cierto es que el ejercicio de la abogacía entraña un riesgo psicosocial importante, entendido éste como el generado por el estrés y la violencia laboral.

El abogado puede verse sometido a riesgos psicosociales generados tanto por la organización para la que trabaja como por el propio ámbito laboral en el que se mueve. Indudablemente, también existe un componente personal, sobre todo si el abogado es su propio empleador y aquí es donde entran factores añadidos tales como la organización y la gestión del tiempo, la carga de trabajo, etc.

Sin embargo sería importante empezar a desterrar la idea de que el estrés es algo personal. Es cierto que hay personas con cierta tendencia a padecer sus efectos o, incluso, a crear situaciones estresantes, pero el medio también influye y tiene gran responsabilidad sobre las consecuencias negativas de nuestro trabajo.

Algunos factores de riesgo psicosocial pueden ser modificados, en aras de conseguir una mejor calidad de vida y, a la larga, evitar que nuestro trabajo se vuelva insufrible. Por ejemplo, la captación de clientes. Habrá quien piense que el mercado es el que es, pero los clientes también se pueden elegir, siempre que se enfoque la captación hacia aquellos clientes que interesan. En palabras más sencillas, elegir con quién queremos trabajar, situarnos donde deseamos y donde más cómodos estemos.

Establecer un control sobre la gestión del tiempo es otro elemento fundamental para reducir el estrés al que nos vemos sometidos: debemos aprender a controlar las cargas de trabajo, decir no a aquellos que no podemos llevar a cabo o que no podremos asumir sin pagar un alto precio en tiempo y salud. En ocasiones no hacer un trabajo es mejor que hacerlo mal o con un esfuerzo desproporcionado.

Y por último, no debemos olvidar nuestro ambiente de trabajo. En los juzgados poco podremos hacer, pero en el despacho intentaremos estar lo más cómodos posible, aislar el lugar de trabajo de ruidos y de cualquier elemento perturbador y dotarlo de una luz adecuada y una temperatura controlada.

Ante otros factores resulta más complicado tomar medidas. La agresividad de algunos abogados, su forma de trabajar, sus planteamientos, jueces difíciles, juzgados con temperaturas extremas, salas de espera atestadas e incómodas, ruido excesivo… sólo nos queda adaptarnos y aprender a llevar la situación con la mayor templanza posible.

Lo que está claro es que los niveles altos de estrés pueden tener consecuencias muy dañinas en un profesional y pueden tener repercusiones tanto a nivel profesional (pérdida de concentración, incremento de los errores cometidos, pérdida de eficacia, etc.) como a nivel personal (ansiedad, insomnio, enfermedades cardiovasculares, resentimiento de las relaciones personales…).

Las soluciones no son sencillas, pero es importante que nos pongamos manos a la obra, pues de la reducción del estrés cotidiano puede depender todo nuestro futuro.

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