calendario 2015

7 de enero: capítulo siguiente

El 7 de enero amaneció como cualquier otro día del frío invierno isleño. Derecho al puesto de trabajo, vistiendo una chaqueta de estreno y presto a utilizar por primera vez esa última maravilla de la tecnología que prometía hacer la jornada laboral más productiva -eso le dijo su rey mago preferido-  y sus horas de despacho más amenas. Tomó el primer café del día en el bar de cada día -“¿Qué, cómo estuvieron esos Reyes?”, fue la interpelación de Manolo: “Ya ves, como siempre… a mi edad”, su refleja respuesta, la misma desde hace no sé cuántos años-, enfiló luego el portal del gris edificio sólo de oficinas, subió al ascensor y pulsó el dos.

A las 7.50, con tiempo para atender debidamente la primera llamada del año que sabía que llegaría en 10 minutos, hizo un rapidísimo repaso de la lista de propósitos del 2015: 1) Bajar los kilos sumados por los atracones navideños antes de final de enero; 2) Explorar todas las posibilidades del Outlook para hacer de la gestión de su agenda de citas y tareas un arma definitiva; 3) No agarrarse más cabreos con la mal encarada funcionaria del registro del juzgado número…;  4) Poner a cero el contador de las minutas pendientes de cobro que dormían desde hace meses en el limbo; 5) Apuntarse a la jornadas de trabajo del Colegio que siempre descartaba porque encontraba una excusa perfecta para quejarse luego de su falta de tiempo para reciclarse…

La lista de deseos inaplazables llegaba a la decena de puntos -de eso estaba seguro cuando salió de casa-, pero el repaso cotidiano a sus webs de referencia interrumpió la enunciación de su repaso. Le devolvió a la realidad de 2014.

El presidente de la Abogacía advertía de un nuevo intento del ministro Catalá para enrocarse en el mantenimiento de la Ley de Tasas y, lo que era peor, de la idea del Gobierno de “gravar otros servicios de la Justicia”. El Consejo General del Poder Judicial reprochaba a Justicia la “genérica, imperfecta e improcedente” regulación de su futura sede judicial electrónica, mientras veía “serias dudas de encaje constitucional” en la intervención de las comunicaciones sin autorización judicial previa que planteaba la última reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal aprobada por el Consejo de Ministros.

A las ocho en punto llegó, cómo no, la temida llamada del cliente¿Qué hay de lo mío?«- al que aseguró tres semanas antes que no habría novedad alguna sobre su pleito cuando menos hasta mediados de enero. Se armó de paciencia antes de atenderle y recordó de paso que el noveno propósito era ser pedagógico en las explicaciones a sus defendidos sin caer en el sarcasmo. Y por enésima vez le puso al tanto. Con tono indolente -al carajo el noveno propósito- y con el mismo discurso prenavideño.

A mediodía desanduvo el primer camino matinal para atender un montadito de queso blanco con tomate y zumo de naranja en el mismo bar donde tomaba el cortado de las 7.30. No llegó a la puerta donde Carmela y Manolo. Rodeó la manzana y pegó a caminar un rato, largo, antes de volver al despacho. A esa altura del 7 de enero su nivel de aguante ya se había desbordado y necesitaba perderse en la calle, tratando de ver el mar y de pensar en el todavía lejano agosto.

Al conseguir adivinar a lo lejos el Atlántico estuvo seguro de que este año, tampoco, planificaría mejor las vacaciones. Olvidó la lista de deseos mientras regresaba al tajo. “Hoy no empieza el año. Ni una nueva vida. Hoy es simplemente el capítulo siguiente a ayer”.

 

Foto: Fotolia

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Oratoria

10 consejos para hablar en público

El ejercicio de la abogacía comporta el desarrollo de habilidades más allá de la formación teórica que ofrece el estudio del Derecho o la acumulación de conocimiento y experiencia que nos dan los años de práctica. Uno de los recursos que cualquier letrado debe aspirar a manejar con soltura es el de la expresión oral. Y aunque podría pensarse que esta destreza es importante sólo para quienes intervengan en una vista en sede judicial, nada más lejos de la realidad.

Y es que para hablar en público basta con que nos dirijamos a un grupo fuera del ámbito estrictamente privado: una reunión de conciliación, la junta general de una empresa la que asesoramos, aquella charla para la que hemos sido elegidos como ponentes, esos periodistas que nos piden pronunciamiento sobre una materia legal… puestos a imaginarnos situaciones comprobaremos que son numerosas -y frecuentes- las ocasiones en las que un auditorio nos puede poner a prueba.

La incapacidad para hablar en público con soltura es, además, es una de las taras más frecuentes en nuestro país. Lo vemos a diario y lo padecemos desde la infancia -quién no recuerda aquellas veces en las que tuvimos que exponer en clase un tema- hasta la adultez, cuando algo en apariencia tan simple como dirigirnos al resto de los padres en una reunión colegial termina por atrabancarnos el discurso mientras un sudor frío nos va minando el ánimo.

Estos últimos pueden ser síntomas de glosofobia, término traído del griego clásico que señala a aquellas personas con miedo a hablar en público. Para tratar de superar esta patología que a los unos condiciona su vida laboral y a otros en algún momento lo hizo, ofrecemos este decálogo de pautas. No son las tablas de la ley, pero bien podrían ayudarnos.

1) Preparación. Aunque fueras a hablar de un asunto o un hecho que creas manejar con la mayor destreza, dedica siempre unos minutos a hacer un esquema de tu intervención. Y si ya lo tuvieras, repásalo.

2) Una tribuna no es el patíbulo. Confía en tu capacidad de oratoria y de convicción. Siempre que hables en público lo estarás haciendo para conseguir éxito profesional o satisfacción personal. ¿Te parece poco estímulo?

3) No improvises. De hacerlo, lo más seguro es que pierdas el hilo de tu intervención y, de paso, el prestigio entre tus oyentes. Ponte en su lugar: ¿querrías perder tu tiempo escuchando las divagaciones de otro?

4) Lo bueno, si breve, dos veces bueno. Está más que comprobado que un discurso de más de 10 minutos (salvo que esté apoyado con pausas para proyectar imágenes) acaba por cansar.

5) El orador es una persona. El lenguaje corporal importa, y mucho. No agaches la mirada, ni la desvíes hacia un punto indeterminado. Evita la rigidez y apóyate en brazos y manos para hacer lenguaje gestual.

6) El silencio es oro. Una pausa para hacer una inflexión que dé paso a un cambio en el tono, el énfasis o el contenido de tu exposición deben formar parte de tu discurso para evitar que sea un monólogo inexpresivo.

7) Adapta tu lenguaje. Ten siempre claro para quién hablas y trata de adecuar tu léxico al escenario y el auditorio. Ni tecnicismos ininteligibles entre profanos en derecho, ni chascarrillos en medio de una vista oral.

8) Una imagen vale… más que mil palabras, sí, pero no porque puedas sustituir tu discurso por un vídeo ingenioso, sino porque la vestimenta inadecuada o el desaliño pueden anular tu credibilidad.

9) Evalúa tu intervención. Hablar en público es una destreza que exige práctica continua, así que si te salió redonda te servirá de modelo para futuras citas. Y si no, te ayudará a detectar errores que corregir.

10) Nadie nace aprendido. También en esto la formación es fundamental. Huye de la vanidad y busca fuentes o personas con las que aprender desde cero o mejorar tus capacidades.

 

Foto: FutureImageBank

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Violencia de Género

Violencia de género: decíamos ayer…

A finales de este mes cumplirá una década de vida la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género. El texto aprobado por las Cortes promovía medidas de sensibilización en distintos ámbitos públicos, protegía los derechos de los menores afectados este problema y, especialmente, garantizaba a las mujeres víctimas de esta lacra derechos hasta entonces no tasados o sólo reconocidos de facto.

Caben pocas dudas de que la ley ha dado una dimensión distinta a la toma de conciencia por la sociedad de este problema, como sirvió para desarrollar herramientas de prevención y – llegado el caso de una denuncia por acoso o agresión – de asistencia a las víctimas. Su aplicación puso fin a miles de casos de maltrato de palabra u obra y, con ello, evitó la muerte de mujeres en aquellos en los que el engranaje que diseñó el legislador funcionó con una cierta eficacia.

Por el camino, no obstante, se han quedado las vidas de casi 800 personas (tomado el dato entre enero de 2003 y hasta el 30 de septiembre pasado) y cada una de estas muertes – amén de una tragedia para familiares y amigos, como también cuando los hijos se convierten en víctimas mortales añadidas al fruto de la sinrazón – es un doloroso aldabonazo que nos recuerda que todo lo avanzado desde 2004 puede parecer poco mientras no se invierta de una vez la trayectoria de una serie estadística repetidamente empeñada en mantener el mismo sentido.

Tenemos en éste un problema de múltiples causas que, como otros de tanta complejidad, se escapa a la mera aplicación de una ley. Este de la violencia de un miembro de una pareja sobre la otra parte es un fenómeno en el que muchos factores se cruzan hasta moldear a una persona incapaz de aceptar otra ‘ley’ que no sea la que quiera imponer a través de la amenaza, la coacción, el chantaje emocional y, en último término, una violencia física condenada – si no se llega a tiempo – a quitar la vida. Resumida en aquella repugnante sentencia de otros tiempos: “La maté porque era mía”.

Pero tenemos también un problema de medios, como ha advertido esta misma semana el presidente de la Abogacía Española, Carlos Carnicer, en su intervención en la inauguración del V Congreso del Observatorio contra la Violencia Doméstica y de Género. Carnicer ha devuelto al abogado al primer plano de la erradicación de la violencia de género apelando a que se incluya los letrados “de forma necesaria” para garantizar la asistencia legal y el conocimiento de sus derechos por parte de las mujeres que sufren maltrato.

Solamente de esta manera estaremos poniendo los niveles de protección necesarios con arreglo a las necesidades de las víctimas”, aseguró nuestro presidente, quien recordó que, pese a que las medidas actuales para luchar contra la violencia de género “no son suficientes” sí se ha conseguido, cuando menos, la implicación de más de 17 mil abogados que se han especializado voluntariamente en la atención específica a estos casos de violencia.

A la llamada de Carnicer conviene también unir la del fiscal general del Estado en el mismo foro. “En estos diez años, hemos aprendido a detectar las carencias y los fallos. No podemos permitirnos como sociedad que quien denuncia y confía, sea de nuevo víctima de la violencia”, dijo Eduardo Torres-Dulce para incidir en la necesaria “puesta en marcha de las Unidades de Valoración Forense integral, pues sólo una valoración ponderada de la víctima permitirá una protección suficiente y eficaz”.

Uno y otro, voces autorizadas de los estamentos a los que representan, vienen a simbolizar un deseo tan noble como necesario de dar nuevos pasos en el combate contra el mayor síntoma de desigualdad que puede haber en cualquier sociedad que se precie de tal. Recordó Carnicer en su discurso al clásico Baltasar Gracián: “Si no se sabe, no se vive”.

Y traemos nosotros otra cita, también recurrente, de un antecesor del gran literato aragonés, aunque lo hagamos ‘retorciendo’ el sentido para recordar que en esta cuestión no podemos caer, en modo alguno, en la complacencia. Sostuvo Fray Luis de León tras regresar a sus clases magistrales tras cinco años de prisión: “Decíamos ayer…”.

 

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Redes sociales

Conducta del abogado en las redes sociales

La International Bar Association (IBA), es una organización que reúne desde 1947 a profesionales de la justicia de los cinco continentes: colegios y despachos de abogados y sociedades dedicadas al estudio del Derecho. Compuesta por más de 40.000 abogados y 197 colegios de abogados y sociedades (en España el Consejo General de la Abogacía y los colegios de Madrid, Barcelona, Málaga y Valencia), la IBA participa en el desarrollo de reformas del derecho internacional y vela por el futuro de la profesión jurídica en todo el mundo.

En febrero de 2012, el Grupo de Proyectos Legales de la IBA publicó el informe ‘El impacto de las redes sociales online en la Abogacía y Práctica’, al que siguió un estudio mundial entre sus miembros. Más del 90 por ciento de los encuestados identificó la necesidad de que colegios y despachos o, alternativamente, la IBA, elaboraran directrices sobre el uso de las redes sociales en sitios o plataformas relacionadas con la profesión.

El resultado fue la publicación el 14 de mayo de este año de los ‘Principios internacionales de conducta de la abogacía en las Redes Sociales’, que advierten sobre la importancia de aplicar en su actividad ‘on line’ la misma exigencia en las normas de conducta -con la que los abogados ya están familiarizados-, actuando de manera que se mantenga la confianza de los ciudadanos en los profesionales del Derecho.

El propósito de esta declaración es ayudar a los colegios y despachos de todo el mundo promoviendo un uso de las redes que se ajuste a las normas de responsabilidad profesional. Conviene precisar que, en este caso, el término ‘redes sociales’ agrupa cualquier conversación, publicación o emisión de mensajes a través de tecnologías basadas en Internet o en la telefonía móvil. En un sentido genérico: correo electrónico, web, sms, mms, chats, foros o cualquier red como Whatsapp, Line, Facebook, Twitter, Instagram…

Así, en su introducción recuerda: “En todo momento, las redes sociales deberían ser utilizadas de acuerdo a las obligaciones del abogado y bajo reglas de responsabilidad profesional, como dentro de consideraciones más amplias de cada administración de justicia”. La declaración contiene seis principios para combatir los problemas que pueden plantear las ‘social media’ en el ejercicio de la abogacía.

1) Independencia profesional. Es parte integral de la práctica jurídica. Antes de entrar en una ‘relación’ en línea, los abogados deben reflexionar sobre las implicaciones profesionales que le puede suponer. Un comentario o contenido publicado en Internet debe proyectar la misma independencia profesional —y la misma apariencia de independencia— que se requiere en la práctica cotidiana ‘off line’.

2) Integridad. Se espera del abogado que mantenga el estándar más alto de integridad en todas sus relaciones, incluidas las realizadas a través de las redes. Algo escrito que perjudique nuestra reputación y se haya ‘viralizado’ en Internet, puede ser difícil de reparar posteriormente. Los comentarios que no sean profesionales o no respeten la ética pueden dañar la confianza pública, incluso si fueron hechos originalmente en un contexto ‘privado’.

3) Responsabilidad. Este capítulo es el más extenso del cuerpo de recomendaciones, entre las que destacan:

Entender el uso: Debemos recordar que lo expresado en las redes sociales podría ser reproducido por la parte contraria en un litigio.

Aclarar el uso: Colegios, despachos y organismos reguladores deben advertir a sus miembros sobre las consecuencias de publicar contenido en línea, alentando a los letrados a que aclaren si cada contenido está destinado puede ser usado como una opinión profesional.

Uso adecuado: Debe recordarse a los abogados que consideren si el uso particular de una red social es un foro apropiado para expresarse profesionalmente. Como orientación general, los profesionales del derecho no deben decir ‘on line’ algo que no afirmarían en persona ante un grupo determinado.

Conflicto de intereses: Los abogados deben ser sensibles ante la revelación de una posición que sea contraria a la de sus clientes o que puedan tener impacto en asuntos particulares.

4) Confidencialidad. El abogado debe recordar que las plataformas sociales no son el lugar adecuado para publicar datos del cliente u otra información sensible, a menos de que se esté convencido de que se pueden proteger con todas las garantías. Asimismo, la información que localiza a un abogado geográfica y temporalmente podría ser utilizada para mostrar la relación profesional con un cliente que no quiere darla a conocer.

5) Mantenimiento de la confianza del público. Nuestra conducta en las redes sociales debe ejercerse igual que lo haríamos ‘sin conexión’, reafirmando señas de identidad esenciales de un abogado como la independencia y la integridad. Y debemos considerar, en cualquier caso, si la suma total (privada y profesional) de nuestra actividad en los ‘social media’ retrata a un profesional del Derecho en el que un cliente puede confiar sus asuntos.

6) Política. Colegios, despachos y organismos reguladores deben alentar el desarrollo de directrices claras y coherentes sobre el uso de las redes sociales. Estas políticas deben completarse con una formación continua sobre las novedades y riesgos de las redes, instruyendo a los profesionales para que puedan diferenciar si están cargando contenido a título personal o relacionado con su trabajo.

Foto: 123rf

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La justicia funciona

Justicia: y sin embargo, funciona

El gobierno en democracia sólo se puede concebir desde la separación de poderes consagrada por las constituciones modernas, de entre las que la estadounidense de 1787 se suele poner como reflejo del especial empeño que tuvieron los padres fundadores de aquella nación para limitar la capacidad de maniobra de cada pata del estado.

Conviene hacer esta precisión para entender que la responsabilidad del funcionamiento de un país y sus instituciones públicas no puede considerarse aisladas unas de otras, como -menos aún- se pueda colegir que la gestión este o aquel mal es asunto exclusivo de la administración que en último término debe hacerle frente.

El crecimiento reciente del conocimiento que hemos tenido de casos de corrupción -política o no, que también los ha habido llamativos- ha puesto de nuevo en el primer plano del debate la supuesta incapacidad de nuestro sistema judicial para perseguir —y llegado el caso, sancionar- comportamientos de individuos u organizaciones que lesionan el interés común mediante el uso fraudulento de fondos públicos o defraudando al erario mediante la evasión fiscal.

Este terremoto social ha subido un par de grados en intensidad desde que determinados voceros apocalípticos lo han convertido en tendencia en las redes sociales y en ese fenómeno tan nocivo para el pensamiento crítico y el análisis detenido en el que se han revelado ciertas tertulias mediáticas, en las que tan pronto se habla de la crisis del ébola, como de derecho internacional o del posado de una nave espacial sobre un cometa.

Es ese incremento de ‘sismicidad’ el que ha avivado la exigencia de penas rápidas y ejemplares. Por ejemplo entre los dos grandes partidos políticos anunciando ‘tolerancia cero’ con los suyos afectados por malas prácticas -¿no era supuestamente mientras no se demuestre lo contrario?-, mientras las prisas les hacen caer a continuación en la contradicción lógica que implica hacer tabla rasa ante casos que aún no han pasado de la investigación policial y están, por tanto, en una incipiente fase de instrucción.

Llegados a este punto, ‘todo es bueno para el convento’ con tal de encontrar en las preteridas fallas del sistema judicial una explicación para esto o aquello.

No obstante, el descubrimiento de estos casos es la primera evidencia de que el ‘sistema’ tan denostado funciona. Por la voluntad de la policía judicial para investigar y esclarecer la comisión de ilícitos, la del ministerio público para perseguir, la del juez para instruir y la de un tribunal para sentenciar.

Otra cosa es que el andamiaje legislativo que nos hemos dado impida que los tiempos se acomoden al aparente deseo del común de una sociedad que corre el riesgo, cierto, de escorarse hacia la imposición de rápidos castigos ejemplares como vía expeditiva para acabar con la corrupción.

Y aquí volvemos, obligado resulta, a la separación de poderes. Para recordar que las leyes que la justicia aplica reflejan la voluntad del legislador que las formula, debate y aprueba. Y una segunda precisión, no menos importante. Los medios con los que la justicia se maneja para perseguir la corrupción -como cualquier otra cuestión punible- son los que el poder ejecutivo (a través del Gobierno central o las comunidades autónomas) decide anualmente.

Esto es que las limitaciones de la estructura -en cuyo funcionamiento incide decisivamente disponer de más o menos medios materiales y de más o menos investigadores o personal en las oficinas judiciales- o los repetidamente denunciados ‘corsés’ legislativos -por citar uno solo, el mantenimiento de la instrucción en manos de los jueces- afectan más de lo que no alcanza una apresurada ‘reflexión’ tertuliana.

Y, sin embargo, la Justicia se mueve. Verbigracia, una popular tonadillera está a punto de ingresar en prisión conforme a una sentencia firme y antes lo hizo el ex presidente de una comunidad autónoma de acuerdo a otra de la misma naturaleza. Y bien sea en la Audiencia Nacional o en el juzgado de primera instancia más perdido, miles de instrucciones avanzan. Más lentamente de lo que sería deseable, qué duda cabe, aunque poner el foco en el efecto sin analizar antes la causa nos haga tomar la parte por el todo en un simplista -y poco recomendable- ejercicio de demagogia.

 

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Ejemplaridad y ley

Sobre la ejemplaridad como ley

El crecimiento cuasi exponencial que de casos de corrupción política y financiera venimos conociendo en las últimas semanas ha terminado por hastiar a la opinion pública y a la sociedad en general. El barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) de octubre pasado revela que el segundo de los principales problemas que sufre nuestro país es la corrupción y el fraude.

Que la primera de las inquietudes (para un 76% de los encuestados) siga siendo el paro llama poco la atención a estas alturas. Lo ha sido ininterrumpidamente desde septiembre de 2008 -cuando los efectos tempranos de la crisis comenzaron a hacerse conscientes en el común de los ciudadanos- y aún antes competía con la muy similar de “los problemas de índole económica”.

Al margen del meneo que se adivina en la intenciones directa y estimada de voto si hoy se celebraran unas elecciones generales (caída del PP y eclosión definitiva de Podemos como alternativa real de gobierno, las más llamativas), lo novedoso de la última muestra destaca cuando ponemos en comparación la referida valoración de la corrupción y el fraude como problemas nacionales. Hoy lo es para el 42,3 por ciento de los preguntados cuando hace ‘sólo’ dos años lo era… para el 9,5%.

Esa casi quintuplicación del problema no llama a nada bueno. Los últimos cosos publicados han traído, en general, más lo mismo: poca asunción de responsabilidades y una frecuente derivación hacia el sistema judicial para sustanciar culpabilidades o inocencias. Volvemos a oír y leer que los controles previos no funcionan, que las macrocausas por corrupción se eternizan y que el castigo, cuando acaba llegando, no supone la devolución de lo sisado al erario.

Como guinda para el pastel, unos y otros se apresuran a anunciar modificaciones legislativas -tan necesarias como insuficientes porque se toma, de nuevo, la parte por el todo-, publicitan códigos éticos de última hora y dan bombo a pretendidas medidas de cirugía de urgencia como la impostada creación de 282 nuevas plazas de jueces y magistrados… de las que 280 son, simplemente, la consolidación estatutaria de quienes ya la ejercían en la interinidad derivada de una comisión de servicio, una sustitución o un refuerzo.

Entre tanto ruido, entre esa propensión tan nuestra a arreglar los problemas a fuerza de más regulaciones, más personas y más mesas, aparece por la puerta de atrás el discurso de la pérdida de valores como explicación a esta hemorragia de dispendio del dinero público sobre la que, ‘mutatis mutandi’, hemos construido una España en la que pocos queremos ya reconocernos.

Valores sobre los que llevamos décadas educando (en la escuela, no tanto en casa, según se ve), tipificando (vía leyes, códigos o reglamentos) o vendiendo cosas y servicios (la socorrida responsabilidad social corporativa como un paño que puede dar brillo a cualquier actividad económica). Valores, al cabo, que no parecen haber surtido demasiado efecto en un cuerpo social que tanto perdona que se copie en un examen o se salte una cola, como mira para otro lado cuando de no pagar un impuesto se trata si se nos asegura que nadie nos va a pescar.

Se ha intentado, también en esto, tasar los valores pretendiendo -en un ejercicio a caballo entre la ingenuidad y la simple complacencia- que al poner negro sobre blanco e imprimir un código -¡otro!- de buenas conductas acabaríamos con el mal. Y si así fuera sobraríamos, pongamos por caso, los abogados de tan claro que tendría la sociedad que con respetar lo pautado sería suficiente para no lesionar derechos de otros o los mismos de la colectividad.

Al fondo de la vuelta al debate sobre los valores -tan necesario como estéril  hasta ahora- comienza a asomarse el de un concepto que, llegados a este estadio, puede que sea mucho más productivo. Y no es otro que recuperar el término de ejemplar (en su primera acepción: “Que da buen ejemplo y, como tal, es digno de ser propuesto como modelo”) como premisa de actuación en las cosas del día a día, sea cual sea el ámbito en el que se actúa.

Más en esto de cómo se maneja la cosa pública, donde a fuerza de orillar la ley y eludir la responsabilidad personal con la socorrida evasiva de tener “la conciencia tranquila” o de carecer de “sentido de culpabilidad”, hemos olvidado la ejemplaridad -sobre la que, a Dios gracias, no se puede ni se debe legislar en cuanto es cualidad intimísima e indelegable-, corriendo el riesgo, cierto, de confundirla con el sentido del puro escarmiento.

Y de escarnio en escarnio, carentes de vidas y comportamiento públicos ejemplares que poder hacer nuestros, sólo caminaremos en una rueda mareante e insoportable de frustración al ver que aplicando los remedios al uso no curamos el mal y, si acaso, sólo lo paliamos.

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Corrupción y medios

Corrupción en los medios: ¡más madera!

La última semana de octubre pasará al archivo como una suerte de ‘fenómeno multimediático adverso’ (FMA) al que fue difícil hacer frente. El lunes 27 amanecimos con casi medio centenar de detenciones efectuadas por la Guardia Civil en el marco de la Operación Púnica, tutelada por el juez de la Audiencia Nacional Eloy Velasco. Cayó Francisco Granados (ex secretario general del PP madrileño) y tras él un variopinto grupo de políticos, asesores de políticos, funcionarios y empresarios enredados, presuntamente, en una trama de negocios fraudulentos con la administración que incurrirían en hasta una decena de ilícitos penales.

A los pocos minutos de las primeras detenciones llegó la habitual conjunción de titulares de prensa, aperturas de informativos televisivos y tertulias radiofónicas, sólo que esta vez -por uno de esos fascinantes fenómenos de viralidad que nos ha traído el mundo de Internet- alcanzó el FMA un grado de virulencia tal que los más escépticos adivinaban el ‘acabose’ de una época y los más encendidos soñaron con una deserción masiva de la clase dirigente de la que abominan.

Ni tanto ni tan calvo. El martes, y los siguientes días, volvió a amanecer. Como cada mañana, el país se puso otra vez en marcha -aunque parar, lo que se dice parar, nunca para- y el engranaje que mueve actos y actuaciones de todo orden y naturaleza funcionó a la velocidad habitual.

No obstante, la Operación Púnica nos ha traído consecuencias: las unas habituales, las menos, llamativas por cuanto desconocidas. Entre las primeras, esa propensión tan nuestra a realizar la instrucción de una causa judicial a fuerza de sentencias -en su segunda acepción de la Real Academia de la Lengua: “Dicho grave y sucinto que encierra doctrina o moralidad”- para las que tanto vale como medio de emisión la barra de un bar, una comida familiar, una red social o un micrófono.

Sentenciando, sentenciando, en una escasa semana tendríamos resuelto un proceso que, como tantos otros de la misma naturaleza, se adivina largo y complejo. Es lo que tienen estos tiempos en los que el derecho a opinar de todo -deprisa, deprisa- arrasa con la recomendable disposición a formarse ‘ex ante’ una cierta valoración de los hechos sobre los que nos animamos a pontificar.

Pero puede que sea aún más llamativo, a ojos de jurista, el novedoso efecto del FMA de la semana pasada. Acuciado, sin duda, por la opinión pública y publicada, hemos visto ganar fuerza -hasta un límite nunca imaginado en tiempos recientes- la idea de que a los detenidos o imputados en la causa derivada de la Operación Púnica -y por analogía, a lo que se ve, en próximas causas, como antes en el caso de las tarjetas ‘black’ de Caja Madrid y Bankia– primero se les debe echar del partido en el que militan… que luego ya se verá.

Por muy recomendable, demoscópicamente hablando, que parezca esta forma de obrar no debería olvidarse la colisión que implica con el principio de presunción de inocencia que arma nuestro sistema legal. O con las debidas garantías de audiencia y derecho a una defensa justa, por más que finalmente se pruebe su culpabilidad.

Esta pretendida solución ‘cauterizadora’ nos devuelve a las peores formas de la aplicación de la justicia. En un escenario donde a veces se tiene la sensación de que sólo manda el  ‘trending topic’, el ‘prime time’ o la comunión de titulares alarmistas, se tiende a tomar la parte -el preocupante y repetido descubrimiento de tramas de corrupción en el manejo de fondos del erario- por el todo de un aparente cataclismo que bloquearía el normal funcionamiento del sistema de valores y gobierno que nos hemos dado.

Las prisas -dice un aforismo de paternidad desconocida- son para los malos toreros y los delincuentes. Para los primeros porque no torean bien y para los segundos porque son perseguidos por la Policía”. Esto último, a Dios gracias, parece evidente. Y lo que le antecede, siendo la tauromaquia nuestro sistema judicial, deviene consejo sabio y pertinente.

No son los tribunales la vía para acabar con la corrupción, como para sancionarla, porque el origen de esta lacra está en la (nula) honestidad de quien está dispuesto a corromper o a ser corrompido. Y el combate contra esta enfermedad, como tantas patologías, empieza en casa, sigue en la escuela y acaba en un edificio común llamado sociedad. Sin pausa, sin imposturas de última hora, sin limitarnos a escandalizarnos cínicamente mientras volvemos a lo de cada uno.

Y, también, sin prisas de malos toreros.

 

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La prisión perpetua revisable

De vuelta con la prisión perpetua revisable

Cualquier cinéfilo con memoria recordará esta escena repetida de ‘Cadena perpetua’ (Frank Darabont, 1994). A lo largo de su madurez, y hasta alcanzar la senectud, Brooks Hatlen, un veterano presidiario del penal de Shawshank, pasa examen ante una junta de revisión que repetidamente deniega una libertad condicional que cancele la pena por un delito de sangre cometido de joven.

Mientras consolida su posición como bibliotecario de la prisión -en la que la llegada del protagonista principal del filme (Andy Dufresne / Tim Robbins) es decisiva- Brooks ve pasar los años hasta que, ya anciano, recibe el permiso para abandonar la cárcel. Desubicado en su nueva vida y sin referencias a las que agarrarse, Hatlen se suicida a los pocos días colgándose de la viga de la habitación de la pensión que ha tomado como domicilio.

Aquella paradoja contenida en el relato de Stephen King que dio origen a la luego aclamada obra de Darabont ilustra como pocas una de las caras que esconden los efectos de la prisión de por vida -el segundo escalón punitivo tras la irrevocable sentencia de muerte- y vendría bien traerla al caso ante la intención del Gobierno de España de reformar el Código Penal para introducir la prisión perpetua revisable en nuestro ordenamiento.

Lo que esconde esta voluntad de la parte mayoritaria del legislador tiene la suficiente enjundia para explicar el enésimo debate enconado abierto sobre las costuras de nuestro edificio legal. El nuevo ministro de Justicia no ha hecho ascos a una reforma que ya se adivinó durante el mandato de su predecesor y que estaría fundada en el contrasentido que a la vista de una amplia muestra de nuestra sociedad supone que determinados ilícitos (terrorismo con resultado de muerte, asesinatos múltiples o violaciones repetidas, entre las más llamativas) se paguen con condenas que, en el peor de los casos para el justiciable, se reducen a 20 años de confinamiento.

La alarma social -o cuando menos la perplejidad- que provoca ver en la calle a terroristas que se llevaron la vida de decenas de personas, asesinos en serie o violadores con más víctimas que dedos de sus manos sería suficiente argumento para que Rafael Catalá haya tomado la bandera entregada por Ruiz-Gallardón planteando un cambio que perseguiría -tal que Brooks Hatlen- una evaluación cada ciertos años tratando de asegurar que la rehabilitación no producida sea impedimento suficiente para la puesta en libertad del reo no rehabilitado.

Enfrente de la posición del Gobierno está la de quienes entienden que la graduación actual ya es suficientemente proporcional al daño causado y que el diseño del sistema penal que nos dimos a partir de la Constitución de 1978 debe combinar la punición con la reinserción social.

Mas, ¿cómo conciliar este espíritu con la incapacidad de ciertos delincuentes -por enfermedad mental los agresores sexuales o por simple bajeza moral los terroristas nunca arrepentidos- para aceptar que vivir en libertad implica respetar los derechos fundamentales de cualquier persona o reconocer el daño causado?

No parece tarea fácil y no convendría, tampoco, reducir la oportunidad de la discusión de esta reforma a la apelación a la costumbre de legislar ‘en caliente’ a partir de las ‘alarmas’ que cíclicamente crean los medios de comunicación y, por último, las redes sociales. Más allá de tomar posición legítima -qué menos- en este asunto sí que conviene hacer una reflexión sosegada sobre aquella otra necesidad que aconseja que la ley garantice un castigo justo a quien delinque, tanto como asegure a los ciudadanos a los que obliga que no termina convirtiendo en papel mojado la factura por la comisión de ciertos delitos especialmente graves en cuanto a las consecuencias que comporta.

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El derecho en el entorno digital

El derecho en el entorno digital

Tradicionalmente el mundo del derecho se ha desarrollado en el entorno analógico de lo escrito, lo tangible, lo controlable. Lo encontramos en los libros, en los boletines oficiales, en las revistas jurídicas. En despachos, empresas y juzgados. Pero ahora, además, ha llegado a Internet.

Las bondades de las nuevas tecnologías de la información son un hecho que no vamos a discutir aquí, en esencia porque si usted está leyendo estas líneas es gracias a que un complejo procedimiento tecnológico —del que disfruta de la forma aparentemente más sencilla y cómoda desde su casa, su despacho o el restaurante de la esquina— lo hace posible.

Partiendo de esta realidad, el derecho como concepto y los profesionales que lo integran como sujetos activos debemos reconocer que, nos guste más o menos, Internet ha venido para quedarse. No sólo como herramienta de organización y transmisión de la información a la que podemos acceder desde cualquier punto del planeta a golpe de clic; sino, lamentablemente también, como medio para la comisión de delitos de distinta naturaleza.

Digamos que son dos caras de una misma moneda o dos usos para una misma arma (cargada): la positiva, la que nos ayuda a documentarnos, nos informa y nos enriquece. La negativa, la que se escuda en el anonimato y la distancia para cometer lo que ya se ha etiquetado como ‘ciberdelitos’.

Ciudadanos incautos que utilizan las redes y el mundo de Internet con absoluta inocencia para navegar, participar en conversaciones con terceros o comprar en tiendas online. Frente a desalmados que hacen lo propio para acceder a nuestros datos privados, usurpar la identidad de otros o incluso acosar a adolescentes.

En este contexto, algunos elementos del sistema jurídico ya se han puesto las pilas y gracias a ello ya existen fiscalías especializadas en criminalidad informática, unidades de policía y guardia civil dedicadas exclusivamente a perseguir este tipo de delitos informáticos, páginas web temáticas sobre seguridad informática y espacios de atención a posibles víctimas de ciberacoso.

Pero ¿y las leyes? ¿y quienes trabajamos en el mundo jurídico? ¿estamos a la altura de las circunstancias? No son pocos los profesionales que han levantado la voz exigiendo que se revise y adapte urgentemente la legislación española a esta nueva realidad virtual que nos rodea, y que se imparta formación tecnológica a los profesionales y se faciliten los recursos suficientes a los juzgados para poder desenvolverse con soltura en un entorno que hoy por hoy les (nos) supera.

Más allá del debate sobre el endurecimiento de las penas a este tipo de delitos, se trata de adaptar el ordenamiento jurídico ante las nuevas situaciones que antes jamás hubiéramos imaginado o contemplado, sencillamente porque aquellas circunstancias no existían, no eran posibles. Además de la necesidad de instrumentalizar la intervención policial que en ocasiones se ve con las manos atadas porque su intervención podría vulnerar derechos fundamentales del delincuente o la víctima, en términos de intimidad o protección de datos. O por ejemplo un policía que se registrara en un chat para pillar ‘in fraganti’ a un acosador infantil y en un procedimiento judicial podría ser acusado de incitación a la comisión de un delito.

Ya lo decía Don Hilarión en ‘La verbena de La Paloma’: “Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad” y si queremos encajar en estos nuevos tiempos deberíamos ser capaces de adaptarnos, antes de que tanta modernidad se vuelva contra nosotros.

 

Foto: Futurebrandimage

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