En estos tiempos en que a los países occidentales se nos llena la boca presumiendo de lo avanzado de nuestra sociedad frente a ‘esos otros’ países como Irán, en los que el adulterio está castigado con la lapidación (según una peculiar interpretación de la ley islámica), no está de más que hagamos memoria y recordemos que en España no hace tanto que el marido tenía ‘derecho’ a matar a su mujer adúltera (según una literal interpretación del Código Penal español).
En España el Código Penal de 1870 contemplaba una figura legal denominada ‘venganza de la sangre’. Este concepto otorgaba al cabeza de familia (el hombre, quién si no) el derecho a matar a su esposa en caso de infidelidad manifiesta, así como al hombre (quién si no) que “hubiere yacido ilegítimamente con ella”.
No olvidemos que el adulterio, siendo un hecho adoptado socialmente, no deja de ser un concepto religioso según el cual una persona casada incumple un sacramento manteniendo relaciones sexuales con otra que no es su marido o esposa. Ahora bien, tradicionalmente este ‘ilícito’ ha sido peor valorado en las mujeres que en los hombres y esto en algunos casos, como el que nos ocupa de la España franquista, quedaba claramente reflejado en el contexto jurídico de la época.
En este marco, al franquismo debió parecerle muy legítimo y lleno de sensatez, muy a tono con la sociedad machista, católica y defensora de la familia que se ‘disfrutaba’ tras la Guerra Civil. Porque este privilegio de la ‘venganza de la sangre’ se mantuvo vigente durante 25 años y no se revisó hasta 1963, cuando nuevamente fue eliminado de nuestro ordenamiento.
Ahora bien, la eliminación de este ‘derecho’ no podía suponer en ningún caso la liberación sexual de la mujer. Debía seguir existiendo, y así lo recogía nuestro Código Penal, la figura del marido como cabeza de familia —inspirada en la del ‘pater familias’ del Derecho Romano— que le concedía la responsabilidad de otorgar (o no) la licencia marital, velando así por una acertada toma de decisiones dentro del matrimonio. Con ello, la abnegada esposa debía seguir pidiendo ‘permiso’ prácticamente para todo a su esposo: desde abrir una cuenta corriente hasta aceptar una herencia, pasando por la obligación a seguir al marido allá de donde él fuera, pues sobre él residía también la potestad de elegir el domicilio conyugal.
Finalmente sería la reforma del Código Civil de 1975 la que se ocuparía de decapitar la figura del cabeza de familia y de sustituir el deber de obediencia de la esposa hacia el marido por un deber de mutuo respeto y protección recíprocos. Hubo que esperar prácticamente a la llegada de la democracia para lograr que la mujer española también pudiera decidir en buena parte de las circunstancias cotidianas respecto de su hogar, su familia o su profesión.
Y en esas seguimos, hoy en día.
Foto: 123rf
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