La popularización de Internet como plataforma de transporte e intercambio de datos ha puesto patas arriba convenciones sociales y formas de hacer negocios a medida que ha tomado fuerza. Y la extensión del uso de la red de redes a dispositivos móviles (tabletas y teléfonos inteligentes) no ha hecho más que confirmar la consolidación de un nuevo escenario en el que toman fuerza una infinidad de prácticas nuevas mientras decaen otras – antaño cotidianas – camino de su desaparición o, en el mejor de los casos, o de convertirse en hábitos de excéntricos.
Antes de Internet ya habíamos asistido al desarrollo de un mercado mundial del plagio de ciertos bienes materiales que adquirían su valor original a través de una marca (ropa, calzado, obras de arte tangibles…) o que, no siendo tales, permitían un disfrute de menor calidad, pero disfrute al cabo. El ejemplo de los primeros ‘top manta’ donde se vendía cintas de casete con los éxitos musicales está en la memoria de cualquiera que haya pisado una universidad española en los años setenta y ochenta.
Aquella práctica gozaba de un cierto reconocimiento social por el halo de romanticismo que la rodeaba. En nuestro caso, un tipo con pinta de bohemio que pasaba las húmedas mañanas laguneras aplicado a la ‘noble’ tarea de ofrecernos a un tercio o un cuarto de su precio original éxitos musicales que, por la vía legal, el mercado ofertaba a un coste mucho mayor en un canal convencional llamado tienda de discos.
Aquella forma primitiva de piratería escondía, además, una gran paradoja. El ‘top manta’ incluía las últimas obras de artistas consagrados en sus letras y su trayectoria a la crítica de un sistema de economía de mercado que, por un lado, les hizo millonarios, mientras que por el oscuro – no tanto, habida cuenta de la que la transacción ‘mantera’ se hacía a la luz del día en los patios de un edificio público – habilitaba una especie de mercado alternativo para los menos (supuestos) pudientes. Justicia social (y poética) en palabras de sus defensores.
Las nuevas tecnologías casi han arrasado con la copia física como vía de comercialización de música y películas. Y el libro, mientras, aguanta a duras penas – sostienen algunos antropólogos que así será mientras las cohortes más jóvenes no aprendan a leer y escribir solo con un teclado -, pero la carrera hacia la virtualidad de los intercambios parece imparable.
En el tránsito, el Gobierno de España trata de actualizar la protección del derecho de autor en una nueva revisión de la Ley de Propiedad Intelectual, cuyo proyecto debe votarse en el Senado este mes de octubre. La reforma inspirada por el ministro José Ignacio Wert (tan o más polémico que el recientemente dimisionario Ruiz Gallardón) amenaza con no dejar satisfecho a casi nadie después que tampoco lo hiciera el texto inspirado por su antecesora en el área de Cultura, la cineasta Ángeles González-Sinde.
No va a ser fácil que se llegue un grado alto de consenso, admitido que la unanimidad es imposible en un terreno donde se opone el derecho de quien participa en una creación literaria o audiovisual frente a la mal entendida barra libre que permite, por ahora, un universo infinito llamado Internet. Y menos cuando a la conciliación de un principio básico como la necesidad de que el consumo de la cultura permita la retribución de sus autores se le combate con el añejo argumento de la inexistencia de un precio justo u objetivo para evitar el acceso fraudulento a un bien.
De un lado, mil y una vez se ha puesto el ejemplo de un supermercado donde el ‘cliente’ llenara su carro sin pasar por caja con la excusa de que el precio de lo ‘adquirido’ no se adapta a su poder adquisitivo. Del otro, se magnifica la Red como un inmenso campo global al que es imposible poner puertas y, por esa lógica, tampoco cancelas monetarias.
Pero en esta materia urge hacer una regulación o mejorar las existentes. Bajo riesgo de quedarse corto, si se quiere, o de que implique que una ley nacional frente a la ‘ley mundial’ de Internet puede convertirse en una gota en el océano. Sea éste el resultado o vengan sólo mejoras parciales con la reforma que se tramita, quien esté concernido con cualquier forma de creación intelectual, tan intangible como necesaria, no puede comulgar con que la piratería – más o menos inocente – sea un dogma de fe de este nuevo tiempo bajo la aparente y sacrosanta protección del consumidor.
Foto: 123rf
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