—Señor Pérez, salga usted a la pizarra y escriba: “Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa”.
El alumno escribe lo que se le dicta.
—Vaya usted poniendo eso en lenguaje poético.
El alumno, después de meditar, escribe: “Lo que pasa en la calle”.
— No está mal.
Antonio Machado. Juan de Mairena [I]
“Una justicia moderna es una justicia que la ciudadanía es capaz de comprender”. Así empieza el Informe de la Comisión de modernización del lenguaje jurídico que, impulsada por el Gobierno español y bajo la supervisión de la Real Academia Española (RAE), presentó sus recomendaciones en el mes de septiembre de 2011. A principios de este 2016 que ya casi termina, la Sala de Gobierno del Supremo dio un paso más con la aprobación de la Guía breve del prontuario de estilo para el Tribunal Supremo, que recoge cuestiones sobre la estructura de la sentencia, el uso de lenguaje, cómo citar sentencias y leyes y el uso de abreviaturas o latinismos, además del formato (uso de negrita, subrayado y cursiva).
La necesidad de corrección lingüística en los textos jurídicos y administrativos no debe entenderse como un capricho o una ocurrencia en la búsqueda del purismo ortográfico y gramatical; en realidad, tampoco hay que relacionarla con cuestiones como la elegancia estilística, un asunto tan personal que daría para innumerables posts como este, pero que puede resultar más apropiada para debatirse en otros ámbitos menos técnicos. La corrección lingüística en los textos jurídicos debe servir, sobre todo, para evitar los problemas interpretativos que puede ocasionar una redacción defectuosa y, además, para para que llegue del mejor modo al mayor número de personas ( ¿no es esta, acaso, la primera función del lenguaje?), con la finalidad de acercar a los ciudadanos un lenguaje que tradicionalmente ha sido considerado complicado intentando simplificar el excesivo formulismo de los textos y corregir el barroquismo expresivo que los ha caracterizado.
Y es aquí, precisamente, donde empiezan los titubeos. ¿Se trata de convertir este lenguaje especial en lenguaje común y corriente? ¿El camino es eliminar la esencia y la tradición del lenguaje jurídico-administrativo? Pues sí y no. El lenguaje jurídico, como lenguaje especializado, no puede renunciar a su código propio, sobre todo cuando algunos elementos de ese código lo que hacen es reforzar la exactitud de los contenidos: muchas locuciones latinas expresan principios generales del Derecho y su uso se justifica tanto por la concisión (economía del lenguaje) como por minimizar la posibilidad de que se hagan diferentes interpretaciones de lo escrito. Pedir a los letrados, jueces o magistrados que renuncien a ellas sería desposeerlos de una de sus herramientas de trabajo y no es extraño que se resistan a ello con todas sus fuerzas, aunque esta visión de las mejoras resulte ligeramente banal y superficial y se quede en la mera anécdota. Los cambios deben ser entendidos como propuestas para comunicarse mejor, ni más ni menos. Debemos tener en cuenta que el destinatario del mensaje puede ser un jurista o un lego en derecho y en los dos casos debemos ser capaces de hacernos entender con el máximo rigor y el menor esfuerzo por las dos partes. Asumamos que el lenguaje jurídico padece una gran enfermedad: no se escribe para que se entienda y, muchas veces por esta causa, olvidamos trágicamente las normas más elementales de la sintaxis y la gramática. ¿De verdad no se puede escribir de manera más sencilla? ¿Todo debe ser impersonal, distante, pretencioso, llenísimo de subordinadas, erudito y afectado?
En los años 60 y 70 los países de ámbito anglosajón ya comenzaron a preocuparse por que el lenguaje jurídico fuera más claro. En España estamos empezando a dar los primeros pasos de lo que confiamos que sea un largo recorrido.
Foto: Pixabay
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