Cualquier cinéfilo con memoria recordará esta escena repetida de ‘Cadena perpetua’ (Frank Darabont, 1994). A lo largo de su madurez, y hasta alcanzar la senectud, Brooks Hatlen, un veterano presidiario del penal de Shawshank, pasa examen ante una junta de revisión que repetidamente deniega una libertad condicional que cancele la pena por un delito de sangre cometido de joven.
Mientras consolida su posición como bibliotecario de la prisión -en la que la llegada del protagonista principal del filme (Andy Dufresne / Tim Robbins) es decisiva- Brooks ve pasar los años hasta que, ya anciano, recibe el permiso para abandonar la cárcel. Desubicado en su nueva vida y sin referencias a las que agarrarse, Hatlen se suicida a los pocos días colgándose de la viga de la habitación de la pensión que ha tomado como domicilio.
Aquella paradoja contenida en el relato de Stephen King que dio origen a la luego aclamada obra de Darabont ilustra como pocas una de las caras que esconden los efectos de la prisión de por vida -el segundo escalón punitivo tras la irrevocable sentencia de muerte- y vendría bien traerla al caso ante la intención del Gobierno de España de reformar el Código Penal para introducir la prisión perpetua revisable en nuestro ordenamiento.
Lo que esconde esta voluntad de la parte mayoritaria del legislador tiene la suficiente enjundia para explicar el enésimo debate enconado abierto sobre las costuras de nuestro edificio legal. El nuevo ministro de Justicia no ha hecho ascos a una reforma que ya se adivinó durante el mandato de su predecesor y que estaría fundada en el contrasentido que a la vista de una amplia muestra de nuestra sociedad supone que determinados ilícitos (terrorismo con resultado de muerte, asesinatos múltiples o violaciones repetidas, entre las más llamativas) se paguen con condenas que, en el peor de los casos para el justiciable, se reducen a 20 años de confinamiento.
La alarma social -o cuando menos la perplejidad- que provoca ver en la calle a terroristas que se llevaron la vida de decenas de personas, asesinos en serie o violadores con más víctimas que dedos de sus manos sería suficiente argumento para que Rafael Catalá haya tomado la bandera entregada por Ruiz-Gallardón planteando un cambio que perseguiría -tal que Brooks Hatlen- una evaluación cada ciertos años tratando de asegurar que la rehabilitación no producida sea impedimento suficiente para la puesta en libertad del reo no rehabilitado.
Enfrente de la posición del Gobierno está la de quienes entienden que la graduación actual ya es suficientemente proporcional al daño causado y que el diseño del sistema penal que nos dimos a partir de la Constitución de 1978 debe combinar la punición con la reinserción social.
Mas, ¿cómo conciliar este espíritu con la incapacidad de ciertos delincuentes -por enfermedad mental los agresores sexuales o por simple bajeza moral los terroristas nunca arrepentidos- para aceptar que vivir en libertad implica respetar los derechos fundamentales de cualquier persona o reconocer el daño causado?
No parece tarea fácil y no convendría, tampoco, reducir la oportunidad de la discusión de esta reforma a la apelación a la costumbre de legislar ‘en caliente’ a partir de las ‘alarmas’ que cíclicamente crean los medios de comunicación y, por último, las redes sociales. Más allá de tomar posición legítima -qué menos- en este asunto sí que conviene hacer una reflexión sosegada sobre aquella otra necesidad que aconseja que la ley garantice un castigo justo a quien delinque, tanto como asegure a los ciudadanos a los que obliga que no termina convirtiendo en papel mojado la factura por la comisión de ciertos delitos especialmente graves en cuanto a las consecuencias que comporta.
Foto: 123rf
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