La crisis económica en la que vivimos desde que asomaran los primeros síntomas de la enfermedad en 2007 ha traído de nuevo al debate público la consideración del fraude a la Hacienda Pública como uno de los mayores males que aqueja a nuestra sociedad. El fraude fiscal, como expresión última de la economía sumergida y de la voluntad de eludir sus obligaciones tributarias de miles de particulares y empresas, sería entonces el maligno contra el que luchar.
A cuenta de la lucha contra el fraude -y del manejo de unas y otras proyecciones tan bienintencionadas como poco fundamentadas- se ha terminado por instalar una conclusión que de limitada sirve para acomodar pensamientos y evitarnos mayores reflexiones: atajado el fraude, acabada la crisis. Afloradas y cobradas las deudas tributarias, el estado del bienestar volvería a ser completamente viable.
Cabe reconocer que la tentación de aplicar soluciones simples a problemas complejos es una práctica inmemorial que a los postulantes ahorra mayores disquisiciones y a los seguidores ulteriores análisis. La experiencia, empero, demuestra que si los problemas de la vida terrenal fueran de tan sencilla resolución, el tránsito por el mundo desarrollado no sería el ‘vía crucis’ que comporta el ejercicio de poner en práctica un servicio público o el cumplimiento de las leyes.
No obstante, el poder ejecutivo sigue empeñado en matar moscas a cañonazos. Vendría bien traído el refrán al saberse de la actuación de la Agencia Tributaria en las cuatro provincias gallegas, donde ha visitado cientos de despachos de abogados a la búsqueda de dinero negro u otras manifestaciones de posibles incumplimientos de la Ley General Tributaria.
Inspectores y subinspectores de la Agencia Tributaria se han personado en decenas de bufetes de la región reclamando facturas, movimientos bancarios y libros contables, en un desaforado ejercicio de revisión, que, por lo pronto, convierte al letrado -como antes a cualquier empresario o profesional- en un sujeto a priori sospechoso de haber incurrido en falta administrativa o delito penal en tanto no demuestre su inocencia.
Tiene guasa, además, que en este inaudita inversión de la carga de prueba, usted, después de cumplir una tras otra las obligaciones registrales, informativas o liquidadoras, deba demostrar que ni defrauda al Erario, ni tiene voluntad de hacerlo. A Hacienda, a lo que se ve, le parece poca cosa que un despacho de abogados siga las pautas a la que viene obligado en cuanto sujeto tributario.
La actuación de los ‘hombres de Montoro’ tendría, otra vez, más de efecto ejemplarizante que chicha, más ruido que nueces, un ejercicio de fuego con pólvora del rey que, ya se sabe, pagamos todos precisamente con esos (elevados) impuestos. En el ánimo de este ministro ya ha quedado acreditadamente demostrada su irrefrenable manía de poner en cuestión la honorabilidad y la buena ciudadanía ora de un colectivo, ora de otro. Antes, cineastas o periodistas, ahora los abogados.
Entre tanto, recuperemos la primera acepción que da el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) al verbo (transitivo) defraudar: “Privar a alguien, con abuso de su confianza o con infidelidad a las obligaciones propias, de lo que le toca de derecho”. Y expliquemos que conviene traerla al caso para preguntarnos cuál es la política del Gobierno -de éste o de cualquiera otro que gestione recursos del común- para no vernos privados de nuestro derecho como contribuyentes a esperar del gobernante el deber, ‘in vigilando’, de velar por el desempeño de cualquier empleado público con la debida diligencia.
Porque más allá de garantizarse el cumplimiento de un horario laboral o la presencia en el centro de trabajo mediante la negación de ciertas bajas médicas -combatiendo un fraude que efectivamente existía- existe otro fraude -y por no cuantificado no deja de serlo-, respecto del abuso de la confianza o la infidelidad de las obligaciones propias de las que habla el DRAE.
Si se trata de prevenir y fomentar la ejemplaridad, bárrase también el patio y exíjase que el trabajo desarrollado cumpla con un programa de tareas y tiene, al fin, un sentido y una utilidad para la sociedad. ‘Do ut des’, nada más y nada menos.
Imagen: 123rf
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