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Concentración 24J contra el proyecto de Justicia Gratuita

Cuando el río suena

Los derechos de reunión y manifestación son derechos fundamentales recogidos en la Constitución Española y consecuencia indispensable de la libertad de expresión de la que gozamos en este país. Ahora bien, en términos prácticos, ¿qué utilidad tiene ejercer este derecho a la manifestación? Simplemente la de alzar la voz ante una situación con la que se está en desacuerdo.

Cuando una persona, una familia o un colectivo se manifiesta públicamente para mostrar su rechazo hacia una decisión política, la administración y los políticos responsables de aquella decisión tienen la obligación de escucharlos. Obligación, sí, lo han leído bien.

El problema está en que buena parte de la clase política en nuestro país desconoce cuáles son las obligaciones inherentes al cargo que ocupan. Y escuchar a la ciudadanía a la que gobiernan y a la que se deben, curiosamente, no parece estar entre sus prioridades. A diferencia de la gran mayoría de países de nuestro entorno europeo, en los que existe una cultura que hace que la ciudadanía exija responsabilidades a sus elegidos por todas y cada una de las decisiones que toman, en España los políticos han demostrado estar muy alejados de la realidad de aquellos a quienes administran y sobre quienes deciden, sin que nadie les haya exigido nunca responsabilidad alguna por su inoperancia o por su desprecio por las necesidades de aquellos que los eligieron. Sentados en el mullido cojín de la democracia representativa, creen que los votos son un cheque en blanco que guardan en el bolsillo hasta que acaba la legislatura o el mandato, un talón al portador que les permite hacer y deshacer según les convenga.

El trabajo de un cargo público consiste (o eso cabría esperar) en escuchar a las partes, valorar cada una de las posiciones y tomar una decisión con responsabilidad y con criterio. Si una parte importante de la población sale a la calle para protestar por el cierre de una infraestructura que resulta vital para su desarrollo, su obligación es buscar una mejor solución, moviendo cielo y tierra para que la calidad de vida de ese pueblo se vea afectada lo menos posible. Y si la puesta en marcha de una norma o legislación no se consensúa con el colectivo al que afectará, muy posiblemente las personas que conforman este colectivo se echen a la calle a protestar.

No se trata de gobernar a golpe de manifa, porque ya sabemos de sobra que nunca llueve a gusto de todos. Pero cuando el río suena… a lo mejor hay que detenerse a escuchar por si lo que lleva puede ayudarnos a cambiar, reformar o mejorar la decisión que se había puesto sobre la mesa inicialmente. Lo que no es de recibo es reprimir esas protestas, porque (al menos en este caso) matando al perro no acabamos con la rabia: haremos que la rabia se propague y se multiplique como un virus imparable y letal, que en cualquier momento puede acabar con la salud de un país que nunca se ha caracterizado por solucionar las cosas por las buenas.

Una movilización ciudadana siempre resulta incómoda. A nadie le gusta echarse a la calle para exhibirse públicamente en defensa de la sanidad pública o gritando en una plaza para evitar la aprobación de una legislación que recorta los derechos ciudadanos. Pero como decía Juan José Solozábalel derecho de manifestación es un derecho que se ejerce molestando; si no, no tiene sentido.

De eso se trata: de sacudirnos de encima lo poco que nos va quedando de la ira del español sentado, aquella a la que aludía Lope de Vega, que puede ser volcánica pero que no pasa de la tertulia del café. De molestar para ser escuchados. Porque no nos han dejado otra opción. Porque  no nos han querido escuchar en una mesa, con propuestas, con alternativas de mejora. Ahora su obligación como poder ejecutivo, repetimos, es escucharnos. Y en un ejercicio de responsabilidad y de sentido del deber (si les queda) deberán actuar en consecuencia.

Foto: Abogacía Española

 

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La ley mordaza

La ley mordaza

Como en los capítulos de las series malas de televisión, el Gobierno parece haber adoptado una fórmula resultona a la hora de aprobar leyes. Al mismo ritmo, además, porque las reformas legislativas no dan un minuto de sosiego. La fórmula resulta predecible para el fiel espectador: anuncio de un proyecto de ley disparatado, revolución de las partes implicadas (a menudo el grueso de la población) y aparente recogida de velas para que parezca que escuchan (y que tienen un mínimo sentido común).

La Ley de Seguridad Ciudadana nació, como tantas otras, con la oposición de la mayoría de las partes: ciudadanía, asociaciones de abogados, sindicatos de policía… y no era de extrañar, a la vista de las propuestas. Así, el gobierno tenía fácil la jugada y ganados los titulares en los grandes medios: El Gobierno Rectifica y Suaviza la Ley de Seguridad Ciudadana. Pero ¿se ha suavizado realmente? Y lo que es más importante ¿es suficiente?

En los últimos años hemos vivido un progresivo recorte de derechos que ha tenido su respuesta en las calles, con una movilización social sin precedentes: la desobediencia civil del 15M, el activismo por el derecho a la vivienda, la paralización de desahucios… Buena parte de las infracciones recogidas en el proyecto de Ley de Seguridad Ciudadana están dirigidas a restringir el derecho de reunión y manifestación. En los artículos 35 y siguientes del proyecto de ley se persigue todo tipo de manifestaciones, desde las ”no comunicadas o prohibidas en infraestructuras o instalaciones en las que se prestan servicios básicos para la comunidad o en sus inmediaciones” (que pueden ser sancionadas hasta con 600.000 euros de multa), pasando por la negativa a disolver manifestaciones no comunicadas (hasta 30.000 euros de multa), hasta el más mínimo incidente, como «el incumplimiento de las restricciones de circulación peatonal o itinerario con ocasión de un acto público, reunión o manifestación, cuando provoquen alteraciones menores en el normal desarrollo de los mismos» (multa de hasta 600 euros). La obsesión gubernamental contra el derecho de reunión es absoluta y sitúa fuera de la ley a acciones de protesta civil pacífica que los jueces han considerado lícitas en innumerables sentencias.

Pero no sólo se criminaliza la desobediencia civil pacífica. También se restringe el derecho a la libre expresión y a recabar pruebas de los excesos policiales, mediante una redacción demencial del artículo 36.26 del proyecto de Ley de Seguridad Ciudadana, destinado a impedir que se fotografíe a policías antidisturbios.

Las reformas proyectadas configuran un panorama desolador para las libertades públicas, pero no vienen solas, sino que consolidan una política de censura administrativa que no tiene vísperas de terminar aquí. Esta nueva Ley, que viene a sustituir a la aprobada por Corcuera, ni siquiera puede decirse que sea una de las grandes peticiones de la ciudadanía: las preocupaciones básicas siguen siendo las de siempre: el paro, la inestabilidad económica, la corrupción… y son estas medidas las que alteran a la población, las que alientan las movilizaciones. ¿Solución gubernamental? Prohibir la alteración del estado de ánimo y disuadir a la población de luchar por sus derechos mediante la amenaza de una sanción económica.

Sustituir las garantías del proceso penal por sanciones administrativas tiene tristes antecedentes históricos y evidencia un desprecio absoluto al poder judicial: desaparecerán los jueces (esos que han emitido tantas sentencias absolutorias en juicios de faltas contra activistas) para ser sustituidos por multas de policías a los que se les dará total credibilidad.

Modificamos la ley de la patada en la puerta por la ley de la patada en la boca y el asalto al bolsillo, sin tener en cuenta que la obligación de un gobierno no es aprobar leyes beneficiosas para él, sino para los ciudadanos, para esa Democracia con la que se les llena la boca y para el Estado de Derecho. Olvidan también (quizás no lo saben) que la paz social se consigue con el entendimiento y el consenso, no con el rodillo.

Imagen: 123rf

 

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gritar en las redes sociales

Redes sociales: vomita que algo queda

El asesinato de la presidenta de la Diputación de León, Isabel Carrasco, y la profusión posterior de comentarios en las redes sociales – entre soeces y amenazantes – acerca de la justicia de su muerte, o el deseo de que se hiciera extensiva a otros dirigentes concretos o a la generalidad de la clase política, han devuelto al primer plano del debate social la fijación de los límites a la libertad de expresión.

Por si fuera poco el ruido generado por la muerte violenta de Carrasco, unos días después se añadió al caldo de la discusión el conocimiento de más de 17 mil comentarios ofensivos en la nube digital (Twitter) contra la comunidad judía en nuestro país. El detonante, en este caso, fue la victoria del Maccabi Tel Aviv sobre el Real Madrid en la final de la Euroliga de baloncesto.

Al hilo de estos dos hechos y del aluvión de pensamientos ofensivos arrojados en la red, ha actuado el Ministerio Público realizando varias actuaciones por la supuesta comisión de delitos de calumnias o injurias (Art. 205 y ss. del Código Penal) o de incitación a la discriminación, el odio o la violencia (Art. 505) y procediendo a analizar otros dos centenares por si pudieran encajar en alguno de estos tipos.

En paralelo al esclarecimiento de las consecuencias penales, se ha avivado una discusión en la que unos llaman la atención sobre la capacidad de las redes sociales (Twitter y Facebook, especialmente) para propagar infundios de cualquier naturaleza, mientras otros ven en el proceder de la Fiscalía una amenaza a la libertad de expresión.

Esa última corriente apela a la democracia de la red, como instrumento no sujeto al control de los poderes que representan la administración, las fuerzas económicas o los mismos medios de comunicación. Bajo ese teórico virtuosismo cabría albergar cualquier exabrupto, ya sea deseando el mayor de los males a quien se ponga por delante – generalmente animando a que sean otros los ejecutores – o faltando a la dignidad de este o aquel grupo en función de sus particulares circunstancias de identidad sexual, racial, social profesional o política.

No parece adecuado, por otra parte, incurrir en la tentación de adaptar la legislación en caliente para tratar de frenar este desparrame de opiniones. Ya conocemos, y padecemos, la recurrente manía de partidos y grupos de presión a cambiar la ley a golpe de sucesos y parece comprobado que las más de las veces sólo terminan por provocar más frustración social que beneficios al común de la ciudadanía.

Y en el caso que nos ocupa, no hay nada nuevo bajo el sol. España posee una legislación suficiente en esta materia y, si acaso, lo que padece es un déficit de visitas a los juzgados – puede que condicionado por la conocida lentitud de nuestro sistema -, especialmente sonrojante cuando se compara nuestra tasa de denuncias por daño al honor (malamente sobrepasa las mil anuales) con la de algunos países del Norte de Europa (60 mil en el Reino Unido, 24 mil en Alemania o 6 mil en Suecia).

Internet y las redes sociales no han hecho otra cosa – no desdeñable en cualquier caso – que aumentar el volumen y las repeticiones de lo que antaño considerábamos chismorreos de patio de vecindad o comentarios fuera de tono en la barra de un bar. No han cambiado los tipos (ya suficientemente enunciados en nuestro ordenamiento) como la alarma que nos provoca comprobar la capacidad de propagación de una cadena de 140 caracteres fruto del pensamiento complejo de quienes han creído encontrar en esta vía el paradigma de la libertad y su única forma de ejercicio.

Y no menos cierto resulta el riesgo de relativizar el efecto nocivo de la palabra cuando – envuelta en aquel derecho que Montesquieu dijo estar dispuesto a defender con su vida – esconde una dosis de odio o animadversión suficiente para que, inoculada a través de un intangible gotero, no percibamos letal hasta que el veneno haya hecho su efecto.

Puede que la mayor lección a cuenta del asesinato de Isabel Carrasco o la victoria del Maccabi Tel Aviv sea reflexionar sobre la paradoja que provoca la libertad de defender la opinión del contrario que teorizó el barón de Montesquieu. Mientras la mayoría caminamos por una senda en la que hemos plantado unas vallas para contener el simple desprecio o limitar nuestros pensamientos más primarios, otros – sin ánimo alguno de reciprocidad, como se ve – pastan, mugen y defecan a los lados del camino.

Igual cuando sean mayoría comenzamos a preocuparnos. O igual, como dejó sentado el  pastor luterano Martin Niemöller (1892-1984) en un célebre sermón luego atribuido al dramaturgo Bertolt  Brecht: “Cuando vinieron a buscarme, no había nadie más que pudiera protestar”.

Imagen: 123rf

 

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