El crecimiento cuasi exponencial que de casos de corrupción política y financiera venimos conociendo en las últimas semanas ha terminado por hastiar a la opinion pública y a la sociedad en general. El barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) de octubre pasado revela que el segundo de los principales problemas que sufre nuestro país es la corrupción y el fraude.
Que la primera de las inquietudes (para un 76% de los encuestados) siga siendo el paro llama poco la atención a estas alturas. Lo ha sido ininterrumpidamente desde septiembre de 2008 -cuando los efectos tempranos de la crisis comenzaron a hacerse conscientes en el común de los ciudadanos- y aún antes competía con la muy similar de “los problemas de índole económica”.
Al margen del meneo que se adivina en la intenciones directa y estimada de voto si hoy se celebraran unas elecciones generales (caída del PP y eclosión definitiva de Podemos como alternativa real de gobierno, las más llamativas), lo novedoso de la última muestra destaca cuando ponemos en comparación la referida valoración de la corrupción y el fraude como problemas nacionales. Hoy lo es para el 42,3 por ciento de los preguntados cuando hace ‘sólo’ dos años lo era… para el 9,5%.
Esa casi quintuplicación del problema no llama a nada bueno. Los últimos cosos publicados han traído, en general, más lo mismo: poca asunción de responsabilidades y una frecuente derivación hacia el sistema judicial para sustanciar culpabilidades o inocencias. Volvemos a oír y leer que los controles previos no funcionan, que las macrocausas por corrupción se eternizan y que el castigo, cuando acaba llegando, no supone la devolución de lo sisado al erario.
Como guinda para el pastel, unos y otros se apresuran a anunciar modificaciones legislativas -tan necesarias como insuficientes porque se toma, de nuevo, la parte por el todo-, publicitan códigos éticos de última hora y dan bombo a pretendidas medidas de cirugía de urgencia como la impostada creación de 282 nuevas plazas de jueces y magistrados… de las que 280 son, simplemente, la consolidación estatutaria de quienes ya la ejercían en la interinidad derivada de una comisión de servicio, una sustitución o un refuerzo.
Entre tanto ruido, entre esa propensión tan nuestra a arreglar los problemas a fuerza de más regulaciones, más personas y más mesas, aparece por la puerta de atrás el discurso de la pérdida de valores como explicación a esta hemorragia de dispendio del dinero público sobre la que, ‘mutatis mutandi’, hemos construido una España en la que pocos queremos ya reconocernos.
Valores sobre los que llevamos décadas educando (en la escuela, no tanto en casa, según se ve), tipificando (vía leyes, códigos o reglamentos) o vendiendo cosas y servicios (la socorrida responsabilidad social corporativa como un paño que puede dar brillo a cualquier actividad económica). Valores, al cabo, que no parecen haber surtido demasiado efecto en un cuerpo social que tanto perdona que se copie en un examen o se salte una cola, como mira para otro lado cuando de no pagar un impuesto se trata si se nos asegura que nadie nos va a pescar.
Se ha intentado, también en esto, tasar los valores pretendiendo -en un ejercicio a caballo entre la ingenuidad y la simple complacencia- que al poner negro sobre blanco e imprimir un código -¡otro!- de buenas conductas acabaríamos con el mal. Y si así fuera sobraríamos, pongamos por caso, los abogados de tan claro que tendría la sociedad que con respetar lo pautado sería suficiente para no lesionar derechos de otros o los mismos de la colectividad.
Al fondo de la vuelta al debate sobre los valores -tan necesario como estéril hasta ahora- comienza a asomarse el de un concepto que, llegados a este estadio, puede que sea mucho más productivo. Y no es otro que recuperar el término de ejemplar (en su primera acepción: “Que da buen ejemplo y, como tal, es digno de ser propuesto como modelo”) como premisa de actuación en las cosas del día a día, sea cual sea el ámbito en el que se actúa.
Más en esto de cómo se maneja la cosa pública, donde a fuerza de orillar la ley y eludir la responsabilidad personal con la socorrida evasiva de tener “la conciencia tranquila” o de carecer de “sentido de culpabilidad”, hemos olvidado la ejemplaridad -sobre la que, a Dios gracias, no se puede ni se debe legislar en cuanto es cualidad intimísima e indelegable-, corriendo el riesgo, cierto, de confundirla con el sentido del puro escarmiento.
Y de escarnio en escarnio, carentes de vidas y comportamiento públicos ejemplares que poder hacer nuestros, sólo caminaremos en una rueda mareante e insoportable de frustración al ver que aplicando los remedios al uso no curamos el mal y, si acaso, sólo lo paliamos.
Foto: 123rf
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