Acaba de anunciar el Gobierno de España la congelación del anteproyecto de Ley Orgánica de Protección de la Vida del Concebido y de los Derechos de la Mujer Embarazada, una obra directísimamente inspirada por el ministro de Justicia que perseguía la derogación de la Ley Orgánica 2/2010 de Salud Sexual y Reproductiva y de la Interrupción Voluntaria del Embarazo y que en su corta historia no alcanzará, siquiera, su paso por la mesa del ejecutivo.
En un revelador síntoma de tratar de correr sin más un tupido velo, recurrió el pasado viernes el Ministerio a la socorrida fórmula de poner en boca de “fuentes autorizadas” los motivos de la renuncia. “No existe consenso en torno a este proyecto, y si no se logra un acuerdo, cosa que parece muy difícil, la ley no se aprueba y en paz”, aseguraron portavoces anónimos del Partido Popular, a lo que se ve del sector que nunca estuvo de acuerdo con este especial empeño de Ruiz Gallardón.
¿En paz? Parece un sarcasmo desterrar de golpe el carácter belicista de una polémica que si alcanzó tal virulencia fue porque el mismo Gobierno permitió en este asunto una curiosa libertad de acción de éste su miembro más empeñado —en contumaz competencia con los titulares de Hacienda y Educación— en hacer de su capa un sayo para aprobar normas de nueva planta o reformas de textos anteriores con la simple aplicación de una mayoría parlamentaria.
El decaimiento del anteproyecto revela no tanto su oportunidad o contenido —porque es indiscutible que corresponde al Gobierno, entre otras de sus funciones, la de proponer a las Cortes la modificación del ordenamiento legal—, como la capacidad de nuestro inefable ministro para reabrir viejos debates que parecían ya cerrados o, lo que es peor, para confundir los tiempos de cada iniciativa en una época en la que el común de los ciudadanos tiene entre sus prioridades otras bien distintas a las de Ruiz Gallardón.
Y es que ya es sabida la compulsión del notario mayor del Reino por hacer de la X Legislatura de nuestras Cortes una suerte de turno reformista que en cuatro años permitiera acabar con los graves problemas, que los hay y compartimos, de nuestro edificio jurídico. O cuando menos, prescribir las fórmulas magistrales. El loable empeño, del que nadie bien intencionado debería disentir, nació —y lleva camino de morir— viciado con el pecado de la soberbia.
Porque sólo de soberbia se puede calificar la conducta del Ministerio de Justicia tratando de imponer, como ha hecho, leyes de nuevo cuño o reformas que han contado con la oposición del resto del arco parlamentario, de los operadores jurídicos y, en general, de una sociedad civil que difícilmente puede aceptar el trágala de hacer pasar con voluntad general lo que no era sino sólo deseo de una parte de ella, cuando no reflejo de la vocación personalísima del ministro.
“Acabamos agotados de tanto protestar”, dijo en marzo pasado en una entrevista con El Periódico de Aragón el presidente de la Abogacía Española, Carlos Carnicer, a cuenta de la carrera hacia el descontento universal emprendida por el Gobierno en su elefantiásico programa de reformas legislativas. Y aclaraba nuestro máximo representante, con buen juicio, respecto de la nueva Ley del Aborto: “Podría ser una estrategia para tapar unos proyectos polémicos con otros […] Procedería cerrar capítulos, y así se lo pediré al ministro de Justicia en cuanto pueda”.
Los hechos, desgraciadamente, han terminado por dar la razón a Carnicer. Y decimos por desgracia porque no estamos en nuestro país para permitir que el Gobierno que debe liderar la salida de una crisis —económica y algo más, como leemos cada día— se desvíe del camino que cabe esperar de los pilotos que dirigen el barco en tan procelosa navegación.
Al Gobierno le legitima la voluntad expresada por los votantes en diciembre de 2011 y de un gobierno cualquiera, entendido en nuestro sistema de valores constitucionales, debe pretenderse una cierta determinación en la ejecución de su tarea cotidiana. Pero el caso que trae a esta entrada de Sin la venia no es sino otra muestra de cómo la tozudez del político puede volvérsele en contra cuando sólo quien está por encima suyo (Rajoy en este caso) acaba reparando en que el daño supera de largo al teórico beneficio que se persigue.
La Ley Orgánica de Protección de la Vida del Concebido y de los Derechos de la Mujer Embarazada ya no lo será. Pudo ser una oportunidad para matizar el texto aprobado en tiempos de Rodríguez Zapatero —volviendo a la ley de plazos socialista de 1985, sobre la que sí parecía que había un mayor consenso—, pero las formas y las prisas del ministro han dejado la ocasión en un baldío. Con esta manera de hacer las cosas, a 15 meses del final de la Legislatura podría no ser el único proyecto que acabara en el cajón de los no concebidos.
Foto: 123rf
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