El asesinato de la presidenta de la Diputación de León, Isabel Carrasco, y la profusión posterior de comentarios en las redes sociales – entre soeces y amenazantes – acerca de la justicia de su muerte, o el deseo de que se hiciera extensiva a otros dirigentes concretos o a la generalidad de la clase política, han devuelto al primer plano del debate social la fijación de los límites a la libertad de expresión.
Por si fuera poco el ruido generado por la muerte violenta de Carrasco, unos días después se añadió al caldo de la discusión el conocimiento de más de 17 mil comentarios ofensivos en la nube digital (Twitter) contra la comunidad judía en nuestro país. El detonante, en este caso, fue la victoria del Maccabi Tel Aviv sobre el Real Madrid en la final de la Euroliga de baloncesto.
Al hilo de estos dos hechos y del aluvión de pensamientos ofensivos arrojados en la red, ha actuado el Ministerio Público realizando varias actuaciones por la supuesta comisión de delitos de calumnias o injurias (Art. 205 y ss. del Código Penal) o de incitación a la discriminación, el odio o la violencia (Art. 505) y procediendo a analizar otros dos centenares por si pudieran encajar en alguno de estos tipos.
En paralelo al esclarecimiento de las consecuencias penales, se ha avivado una discusión en la que unos llaman la atención sobre la capacidad de las redes sociales (Twitter y Facebook, especialmente) para propagar infundios de cualquier naturaleza, mientras otros ven en el proceder de la Fiscalía una amenaza a la libertad de expresión.
Esa última corriente apela a la democracia de la red, como instrumento no sujeto al control de los poderes que representan la administración, las fuerzas económicas o los mismos medios de comunicación. Bajo ese teórico virtuosismo cabría albergar cualquier exabrupto, ya sea deseando el mayor de los males a quien se ponga por delante – generalmente animando a que sean otros los ejecutores – o faltando a la dignidad de este o aquel grupo en función de sus particulares circunstancias de identidad sexual, racial, social profesional o política.
No parece adecuado, por otra parte, incurrir en la tentación de adaptar la legislación en caliente para tratar de frenar este desparrame de opiniones. Ya conocemos, y padecemos, la recurrente manía de partidos y grupos de presión a cambiar la ley a golpe de sucesos y parece comprobado que las más de las veces sólo terminan por provocar más frustración social que beneficios al común de la ciudadanía.
Y en el caso que nos ocupa, no hay nada nuevo bajo el sol. España posee una legislación suficiente en esta materia y, si acaso, lo que padece es un déficit de visitas a los juzgados – puede que condicionado por la conocida lentitud de nuestro sistema -, especialmente sonrojante cuando se compara nuestra tasa de denuncias por daño al honor (malamente sobrepasa las mil anuales) con la de algunos países del Norte de Europa (60 mil en el Reino Unido, 24 mil en Alemania o 6 mil en Suecia).
Internet y las redes sociales no han hecho otra cosa – no desdeñable en cualquier caso – que aumentar el volumen y las repeticiones de lo que antaño considerábamos chismorreos de patio de vecindad o comentarios fuera de tono en la barra de un bar. No han cambiado los tipos (ya suficientemente enunciados en nuestro ordenamiento) como la alarma que nos provoca comprobar la capacidad de propagación de una cadena de 140 caracteres fruto del pensamiento complejo de quienes han creído encontrar en esta vía el paradigma de la libertad y su única forma de ejercicio.
Y no menos cierto resulta el riesgo de relativizar el efecto nocivo de la palabra cuando – envuelta en aquel derecho que Montesquieu dijo estar dispuesto a defender con su vida – esconde una dosis de odio o animadversión suficiente para que, inoculada a través de un intangible gotero, no percibamos letal hasta que el veneno haya hecho su efecto.
Puede que la mayor lección a cuenta del asesinato de Isabel Carrasco o la victoria del Maccabi Tel Aviv sea reflexionar sobre la paradoja que provoca la libertad de defender la opinión del contrario que teorizó el barón de Montesquieu. Mientras la mayoría caminamos por una senda en la que hemos plantado unas vallas para contener el simple desprecio o limitar nuestros pensamientos más primarios, otros – sin ánimo alguno de reciprocidad, como se ve – pastan, mugen y defecan a los lados del camino.
Igual cuando sean mayoría comenzamos a preocuparnos. O igual, como dejó sentado el pastor luterano Martin Niemöller (1892-1984) en un célebre sermón luego atribuido al dramaturgo Bertolt Brecht: “Cuando vinieron a buscarme, no había nadie más que pudiera protestar”.
Imagen: 123rf
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