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conciliación familiar y profesional

Derecho a conciliar familia y trabajo

Como si de la expansión de un virus se tratara, las últimas semanas han devuelto al primer plano de la actualidad en los medios de comunicación – que en estos tiempos implica añadir: y en las redes sociales – el recurrente debate sobre cómo deben conciliarse dos derechos para la mujer de nuestra época: el de trabajar aspirando a la mejora profesional y el de formar una familia en unas condiciones dignas que no hagan de esta elección una barrera disuasoria para la procreación o la adopción, que tanto da.

Primero fue la presidenta del Círculo de Empresarios, Mónica de Oriol, la que sostuvo que prefería no contratar a mujeres de entre 25 y 45 años por la posibilidad de que se quedaran embarazadas. Luego matizó sus palabras – “Cometí el error de poner en mi boca palabras que había escuchado”, dijo -, aunque tratando de apagar el fuego cometió un pecado imperdonable de quien se espera una cierta altura de criterio mayor que la simpleza  ‘hacerse eco’ de una opinión sin antes someterla a un mínimo análisis crítico.

Segunda estación del ‘vía crucis’. Apple y Facebook (dos de los grandes motores de la sociedad digital y el mundo globalizado) financian la congelación de óvulos de sus empleadas para retener el talentopara que realicen el mejor trabajo de su vida mientras cuidan a sus seres queridos y crían a sus familias”, sostiene Tim Cook, sucesor de Steve Jobs en la dirección de la marca de la manzana. El procedimiento permitiría a la mujer congelar parte de sus óvulos durante sus etapa más fértil, que por lo visto coincide también con el periodo más productivo de su carrera laboral.

Tercera estación (por ahora). Ángel Donesteve, un concejal por el Partido Popular del Ayuntamiento de Madrid y presidente de la junta del distrito de Hortaleza, ha destituido a su responsable de Servicios Jurídicos: “Ella prefiere conciliar su vida personal y familiar, pero yo necesito el máximo rendimiento y el máximo número de horas de trabajo que se puedan prestar” ha sido su explicación. Un juicio surrealista a tenor de que la cesada cumplía con su horario y de su mano se había conseguido elevar la productividad de los empleados bajo su dirección.

¿Hacemos una montaña con estos tres granos de arena? Parece que no, puesto que cada ejemplo, a su forma, nos recuerda que el amoldamiento de trabajo y familia sigue siendo una tarea susceptible de mejorar para que la señora Oriol evite decir lo que dice, el señor  Cook no disfrace con una dádiva – cómo no, tecnológica – su imperiosa necesidad de maximizar el rendimiento neuronal de las féminas de su organización y para que el edil Donesteve recurra a un argumento menos peregrino para justificar lo que simplemente parece una pérdida de confianza.

En un campo donde afortunadamente ha habido avances notabilísimos en los últimos decenios – derribando clichés que hoy se antojan prehistóricos y demostrando que, efectivamente, se puede ser mujer y lograr una vida plena como madre y como trabajadora -, se olvida a menudo que además de no poner trabas a un derecho irrenunciable como el de la maternidad convergen en el caso factores de interés social que aún escapando a la demanda individual de la mujer sólo acaban por reforzarla.

Citemos como tales la necesidad, en este lado del mundo desarrollado, de que el crecimiento vegetativo sea tal y no pase a decremento, como alertan las últimas estadísticas, que proyectan una España en los próximos 40 años con pérdida de población y envejecimiento creciente de la existente. Y dos más, suficientemente demostradas por estudios sociológicos de todo signo: la una, que la formación y educación de cohortes con escasa o nula relación materno-filial deviene jóvenes peor educados académicamente y con menos capacidad de resiliencia. Y la otra, que una mayor renta económica acompañada de una peor conciliación – esto es familias donde la presencia de los padres es menor por sus compromisos profesionales – tampoco compensa la abundancia de lo primero frente a la escasez de lo segundo.

¿Conclusión? Una tan vieja como la vida misma. El dinero no lo puede todo: no provee de afecto, amor o interés por un prójimo llamado hijo. Y por más que sea un manido cliché: los niños de hoy serán los que gobiernen (en el amplio sentido de la palabra) el mundo del futuro. Conviene que en este recuperado debate no olvidemos que, ‘prima facie’, con el legítimo y deseable interés individual coexiste una necesidad a la que como sociedad no deberíamos dar la espalda.

Foto: 123rf

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Propiedad Intelectual

Barra libre en la propiedad intelectual

La popularización de Internet como plataforma de transporte e intercambio de datos ha puesto patas arriba convenciones sociales y formas de hacer negocios a medida que ha tomado fuerza. Y la extensión del uso de la red de redes a dispositivos móviles (tabletas y teléfonos inteligentes) no ha hecho más que confirmar la consolidación de un nuevo escenario en el que toman fuerza una infinidad de prácticas nuevas mientras decaen otras – antaño cotidianas – camino de su desaparición o, en el mejor de los casos, o de convertirse en hábitos de excéntricos.

Antes de Internet ya habíamos asistido al desarrollo de un mercado mundial del plagio de ciertos bienes materiales que adquirían su valor original a través de una marca (ropa, calzado, obras de arte tangibles…) o que, no siendo tales, permitían un disfrute de menor calidad, pero disfrute al cabo. El ejemplo de los primeros ‘top manta’ donde se vendía cintas de casete con los éxitos musicales está en la memoria de cualquiera que haya pisado una universidad española en los años setenta y ochenta.

Aquella práctica gozaba de un cierto reconocimiento social por el halo de romanticismo que la rodeaba. En nuestro caso, un tipo con pinta de bohemio que pasaba las húmedas mañanas laguneras aplicado a la ‘noble’ tarea de ofrecernos a un tercio o un cuarto de su precio original éxitos musicales que, por la vía legal, el mercado ofertaba a un coste mucho mayor en un canal convencional llamado tienda de discos.

Aquella forma primitiva de piratería escondía, además, una gran paradoja. El ‘top manta’ incluía las últimas obras de artistas consagrados en sus letras y su trayectoria a la crítica de un sistema de economía de mercado que, por un lado, les hizo millonarios, mientras que por el oscuro – no tanto, habida cuenta de la que la transacción ‘mantera’ se hacía a la luz del día en los patios de un edificio público – habilitaba una especie de mercado alternativo para los menos (supuestos) pudientes. Justicia social (y poética) en palabras de sus defensores.

Las nuevas tecnologías casi han arrasado con la copia física como vía de comercialización de música y películas. Y el libro, mientras, aguanta a duras penas – sostienen algunos antropólogos que así será mientras las cohortes más jóvenes no aprendan a leer y escribir solo con un teclado -, pero la carrera hacia la virtualidad de los intercambios parece imparable.

En el tránsito, el Gobierno de España trata de actualizar la protección del derecho de autor en una nueva revisión de la Ley de Propiedad Intelectual, cuyo proyecto debe votarse en el Senado este mes de octubre. La reforma inspirada por el ministro José Ignacio Wert (tan o más polémico que el recientemente dimisionario Ruiz Gallardón) amenaza con no dejar satisfecho a casi nadie después que tampoco lo hiciera el texto inspirado por su antecesora en el área de Cultura, la cineasta Ángeles González-Sinde.

No va a ser fácil que se llegue un grado alto de consenso, admitido que la unanimidad es imposible en un terreno donde se opone el derecho de quien participa en una creación literaria o audiovisual frente a la mal entendida barra libre que permite, por ahora, un universo infinito llamado Internet. Y menos cuando a la conciliación de un principio básico como la necesidad de que el consumo de la cultura permita la retribución de sus autores se le combate con el añejo argumento de la inexistencia de un precio justo u objetivo para evitar el acceso fraudulento a un bien.

De un lado, mil y una vez se ha puesto el ejemplo de un supermercado donde el ‘cliente’ llenara su carro sin pasar por caja con la excusa de que el precio de lo ‘adquirido’ no se adapta a su poder adquisitivo. Del otro, se magnifica la Red como un inmenso campo global al que es imposible poner puertas y, por esa lógica, tampoco cancelas monetarias.

Pero en esta materia urge hacer una regulación o mejorar las existentes. Bajo riesgo de quedarse corto, si se quiere, o de que implique que una ley nacional frente a la ‘ley mundial’ de Internet puede convertirse en una gota en el océano. Sea éste el resultado o vengan sólo mejoras parciales con la reforma que se tramita, quien esté concernido con cualquier forma de creación intelectual, tan intangible como necesaria, no puede comulgar con que la piratería – más o menos inocente – sea un dogma de fe de este nuevo tiempo bajo la aparente y sacrosanta protección del consumidor.

Foto: 123rf

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Actos vandálicos

Servicio a la comunidad frente a sanción económica

El Ayuntamiento de Barcelona viene aplicando desde enero de este año un programa de sustitución de sanciones económicas por infracción de ordenanzas municipales por trabajos de servicio a la comunidad. La iniciativa esté pensada para cualquier perfil de la población, aunque se ha pensado especialmente en los menores de edad, ya que persigue un fin educacional muy adecuado para los adolescentes.

La Ciudad Condal ofrece más de mil plazas en cerca de 300 establecimientos de distinto tipo en los que se puede conmutar una multa por un paquete de horas de trabajo en beneficio de la sociedad. Bibliotecas, centros ciudadanos, instalaciones deportivas o residencias para personas mayores, entre otros, figuran en el catálogo de lugares en los que puede sustituirse una sanción por otra.

La denominada Carta Municipal de Barcelona contempla la posibilidad de que las sanciones pecuniarias puedan ser compensadas por trabajos o prestaciones en beneficio de la comunidad o por otro tipo de acciones alternativas. Y es mediante la misma ordenanza reguladora de comportamientos en los espacios públicos cómo se regula el procedimiento sancionador, incluido el caso de las sustituciones.

Con una práctica de intercambio que ya se recoge en nuestro ordenamiento jurídico – y que ha sido especialmente relevante con su aplicación a ciertas infracciones de la Ley Orgánica 5/2000, de 12 de enero, reguladora de la responsabilidad penal de los menores -, el Ayuntamiento de Barcelona sigue ahora la misma línea, en un ámbito secundario como el incumplimiento de una ordenanza municipal, pero no menos significativo por cuanto persigue la comisión de faltas tan llamativas en la convivencia cotidiana como repetidas.

Para determinar la medida alternativa más adecuada se tendrá en cuenta el tipo de infracción cometida. Si la infracción es por comportamientos vandálicos, la alternativa tendrá que ver con la restitución del mobiliario urbano y la mejora de los espacios comunitarios. Y si lo es por una acción que afecta a otras personas, propondrá una restitución del agravio a través de la prestación de ayuda y de servicios de atención a las personas.

El programa emprendido por el Ayuntamiento de Barcelona establece, además, que el volumen de horas en beneficio a la comunidad como sustitutivo de una sanción administrativa lo será en proporción al importe económico de la sanción inicialmente impuesta. Para ello toma como base de estimación el coste por hora del Salario Mínimo Interprofesional (SMI) de los trabajadores no cualificados temporales.

De este modo, una sanción de 30 euros por consumo de alcohol en la vía pública equivale a seis horas; una de 75 euros por defecar en la calle será igual a 15 horas . Y en un caso más extremo, aunque no menos actual, quien reciba una multa de 750 euros por pintar grafitis o atacar el mobiliario urbano podrá sustituir la sanción por 148 horas de trabajo social.

Al fin de reeducación o reinserción que persigue el programa, se añade otro no menos desdeñable como es asegurarse de que el daño causado sea repuesto. De otro modo, pero, al fin, repuesto porque no son pocos los casos – en Barcelona como en cualquier otra ciudad o pueblo español – en los que la situación de insolvencia o la simple negativa a atender el pago de una multa queda al albur – con el coste de tiempo y medios de las administraciones – de que una futura y lejana orden de embargo consiga del ciudadano infractor la satisfacción de la deuda.

Acostumbrados, como estamos, a que leyes y normas de rango inferior sean orilladas, una veces por una aplicación interesadísima de garantías procesales y otras por la fijación en resolver el incivismo con una mera compensación económica, la iniciativa emprendida en la capital catalana puede servir de inspiración para recordarnos que pobre ley es aquella que renuncia a evitar la repetición de un delito o una falta y se conforma, en todo caso, con la aplicación de penas.

Que éstas se cumplan o no, o que el mejor cumplimiento implique, como en este caso, pagar con tiempo y no con dinero es lo más cercano que tenemos a adaptarnos a unos tiempos y a una realidad que no admiten, como antaño, ‘una noche de calabozo’, pero que tampoco pueden aceptar el perverso principio de que “el dinero lo arregla todo”.

 

Foto: AyB

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Reforma de la Ley del Aborto

La reforma de la Ley del Aborto: otro fracaso de Gallardón (y van…)

Acaba de anunciar el Gobierno de España la congelación del anteproyecto de Ley Orgánica de Protección de la Vida del Concebido y de los Derechos de la Mujer Embarazada, una obra directísimamente inspirada por el ministro de Justicia que perseguía la derogación de la Ley Orgánica 2/2010 de Salud Sexual y Reproductiva y de la Interrupción Voluntaria del Embarazo y que en su corta historia no alcanzará, siquiera, su paso por la mesa del ejecutivo.

En un revelador síntoma de tratar de correr sin más un tupido velo, recurrió el pasado viernes el Ministerio a la socorrida fórmula de poner en boca de “fuentes autorizadas” los motivos de la renuncia. “No existe consenso en torno a este proyecto, y si no se logra un acuerdo, cosa que parece muy difícil, la ley no se aprueba y en paz”, aseguraron portavoces anónimos del Partido Popular, a lo que se ve del sector que nunca estuvo de acuerdo con este especial empeño de Ruiz Gallardón.

¿En paz? Parece un sarcasmo desterrar de golpe el carácter belicista de una polémica que si alcanzó tal virulencia fue porque el mismo Gobierno permitió en este asunto una curiosa libertad de acción de éste su miembro más empeñado —en contumaz competencia con los titulares de Hacienda y Educación— en hacer de su capa un sayo para aprobar normas de nueva planta o reformas de textos anteriores con la simple aplicación de una mayoría parlamentaria.

El decaimiento del anteproyecto revela no tanto su oportunidad o contenido —porque es indiscutible que corresponde al Gobierno, entre otras de sus funciones, la de proponer a las Cortes la modificación del ordenamiento legal—, como la capacidad de nuestro inefable ministro para reabrir viejos debates que parecían ya cerrados o, lo que es peor, para confundir los tiempos de cada iniciativa en una época en la que el común de los ciudadanos tiene entre sus prioridades otras bien distintas a las de Ruiz Gallardón.

Y es que ya es sabida la compulsión del notario mayor del Reino por hacer de la X Legislatura de nuestras Cortes una suerte de turno reformista que en cuatro años permitiera acabar con los graves problemas, que los hay y compartimos, de nuestro edificio jurídico. O cuando menos, prescribir las fórmulas magistrales. El loable empeño, del que nadie bien intencionado debería disentir, nació —y lleva camino de morir— viciado con el pecado de la soberbia.

Porque sólo de soberbia se puede calificar la conducta del Ministerio de Justicia tratando de imponer, como ha hecho, leyes de nuevo cuño o reformas que han contado con la oposición del resto del arco parlamentario, de los operadores jurídicos y, en general, de una sociedad civil que difícilmente puede aceptar el trágala de hacer pasar con voluntad general lo que no era sino sólo deseo de una parte de ella, cuando no reflejo de la vocación personalísima del ministro.

“Acabamos agotados de tanto protestar”, dijo en marzo pasado en una entrevista con El Periódico de Aragón el presidente de la Abogacía Española, Carlos Carnicer, a cuenta de la carrera hacia el descontento universal emprendida por el Gobierno en su elefantiásico programa de reformas legislativas. Y aclaraba nuestro máximo representante, con buen juicio, respecto de la nueva Ley del Aborto: “Podría ser una estrategia para tapar unos proyectos polémicos con otros […] Procedería cerrar capítulos, y así se lo pediré al ministro de Justicia en cuanto pueda”.

Los hechos, desgraciadamente, han terminado por dar la razón a Carnicer. Y decimos por desgracia porque no estamos en nuestro país para permitir que el Gobierno que debe liderar la salida de una crisis —económica y algo más, como leemos cada día— se desvíe del camino que cabe esperar de los pilotos que dirigen el barco en tan procelosa navegación.

Al Gobierno le legitima la voluntad expresada por los votantes en diciembre de 2011 y de un gobierno cualquiera, entendido en nuestro sistema de valores constitucionales, debe pretenderse una cierta determinación en la ejecución de su tarea cotidiana. Pero el caso que trae a esta entrada de Sin la venia no es sino otra muestra de cómo la tozudez del político puede volvérsele en contra cuando sólo quien está por encima suyo (Rajoy en este caso) acaba reparando en que el daño supera de largo al teórico beneficio que se persigue.

La Ley Orgánica de Protección de la Vida del Concebido y de los Derechos de la Mujer Embarazada ya no lo será. Pudo ser una oportunidad para matizar el texto aprobado en tiempos de Rodríguez Zapatero —volviendo a la ley de plazos socialista de 1985, sobre la que sí parecía que había un mayor consenso—, pero las formas y las prisas del ministro han dejado la ocasión en un baldío. Con esta manera de hacer las cosas, a 15 meses del final de la Legislatura podría no ser el único proyecto que acabara en el cajón de los no concebidos.

Foto: 123rf

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Economía umergida: ¿legal o ilegal?

Economía sumergida: por qué trabajar al margen de la ley

Realizar una actividad económica al margen de la regulación es una práctica tan vieja como la humanidad, porque primero fue la transacción —inicialmente limitada al mero intercambio en especie o servicios y luego perfeccionada por el pago mediante unidades de cuenta, tangibles o no— y más tarde llegaron las normas asociadas a la práctica mercantil: un diezmo para el señor, una tasa por cruzar el puente que daba acceso al burgo… hasta establecerse los sistemas impositivos modernos que conocemos a este lado del mundo.

Así que ganarse el sustento sin renunciar a que una parte del valor que obtenemos por nuestro trabajo, o por la venta de un bien, quede en manos de un tercero llamado administración pública es una tentación que la mayoría orilla y una minoría más o menos amplia —según la época o las circunstancias— no desdeña. A eso lo llamamos economía sumergida y es en época de crisis, justo cuando las arcas del erario más andan necesitadas de alimentación, cuando regresa al primer plano de la plaza pública.

En tiempos de tribulación no hacer mudanza” reza una máxima acuñada por San Ignacio de Loyola. El fundador de la Compañía de Jesús no se refería, como pudiera pensarse, a un simple cambio de residencia. Aludía el sacerdote navarro a la capacidad de resistencia recomendable frente a ciertos embates de la vida terrena personificados en los poderes públicos.

El principio de no atender a la coacción del estado casaría, siguiendo la lógica jesuítica, como una posible explicación a la aparente persistencia de un alto índice de economía informal en España, como reflejó el último informe del sindicato de técnicos de Hacienda Ghesta al cuantificar en unos 250 mil millones de euros el dinero movido en 2012 sin tributación alguna.

No conviene, ni se puede, empero, reducir las causas del mal a una pretendida virtud del español —profesional o empresa— por caminar fuera del sendero mientras una mayoría silenciosa de asalariados o autónomos cumple con sus obligaciones. Más allá de las simplificaciones, debemos reflexionar sobre la naturaleza de una práctica —unas veces simple elusión, pero la más completa evasión— que la asimilación de nuestro país al escenario legislativo y nivel de riqueza del resto de Europa no ha conseguido reducir en el mismo nivel que sí se ha conseguido para la convergencia de otras variables.

Ante esa propuesta de lectura, parece recomendable llamar la atención sobre el ‘medio natural’ en el que viven quienes —a sabiendas o por mero desconocimiento— optan por ejercer su trabajo sin cumplir con las obligaciones requeridas en cada caso: altas de actividad, tributación por todos sus ingresos reales o pago de licencias informáticas, por citar algunas de las más comunes.

El hábitat del defraudador ‘profesional’ o sobrevenido por sus circunstancias particulares es un prado en el que multinacionales de todo tipo eluden la fiscalidad mediante el traspaso de sus beneficios a refugios fiscales —algunos, paradójicamente, en territorio de la Unión Europea— y la mayoría de los cargos públicos implicados en casos de corrupción sólo pagan sus delitos, en el mejor de los casos, con penas de cárcel.

Eso por no hablar del criterio seguido por cualquier nivel de la administración para decidir en qué y cómo gasta el dinero recaudado de los impuestos a particulares y empresas. Son tantos y variados los ejemplos de despilfarro que por más que el dispendio, paradójicamente, también acabe por generar consumo y movimiento económico queda en el común de los ciudadanos la sensación de que con su dinero se ha contribuido a pagar una fiesta a la que ni fue invitado, ni de la que quiere participar.

Más allá de la discusión sobre el adecuado nivel de presión fiscal que deben soportar los españoles y al margen del debate sobre subidas o bajadas de impuestos, es necesario avanzar con la pedagogía. Con aquella teoría que en los primeros años ochenta se resumía en el recordado lema publicitario ‘Hacienda somos todos’, que fue fundamental para instaurar una cierta conciencia de corresponsabilidad fiscal de la que carecíamos secularmente.

Pero también con una práctica de ejemplaridad en el uso y cuidado de los dineros públicos —incluida la sanción a quien malgasta y la persecución a quien defrauda a gran escala— que nos evite la peligrosa tentación de hacernos aquella pregunta fatídica: “Para qué pagar impuestos si luego son otros los que se lo llevan crudo”.

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Concentración 24J contra el proyecto de Justicia Gratuita

Cuando el río suena

Los derechos de reunión y manifestación son derechos fundamentales recogidos en la Constitución Española y consecuencia indispensable de la libertad de expresión de la que gozamos en este país. Ahora bien, en términos prácticos, ¿qué utilidad tiene ejercer este derecho a la manifestación? Simplemente la de alzar la voz ante una situación con la que se está en desacuerdo.

Cuando una persona, una familia o un colectivo se manifiesta públicamente para mostrar su rechazo hacia una decisión política, la administración y los políticos responsables de aquella decisión tienen la obligación de escucharlos. Obligación, sí, lo han leído bien.

El problema está en que buena parte de la clase política en nuestro país desconoce cuáles son las obligaciones inherentes al cargo que ocupan. Y escuchar a la ciudadanía a la que gobiernan y a la que se deben, curiosamente, no parece estar entre sus prioridades. A diferencia de la gran mayoría de países de nuestro entorno europeo, en los que existe una cultura que hace que la ciudadanía exija responsabilidades a sus elegidos por todas y cada una de las decisiones que toman, en España los políticos han demostrado estar muy alejados de la realidad de aquellos a quienes administran y sobre quienes deciden, sin que nadie les haya exigido nunca responsabilidad alguna por su inoperancia o por su desprecio por las necesidades de aquellos que los eligieron. Sentados en el mullido cojín de la democracia representativa, creen que los votos son un cheque en blanco que guardan en el bolsillo hasta que acaba la legislatura o el mandato, un talón al portador que les permite hacer y deshacer según les convenga.

El trabajo de un cargo público consiste (o eso cabría esperar) en escuchar a las partes, valorar cada una de las posiciones y tomar una decisión con responsabilidad y con criterio. Si una parte importante de la población sale a la calle para protestar por el cierre de una infraestructura que resulta vital para su desarrollo, su obligación es buscar una mejor solución, moviendo cielo y tierra para que la calidad de vida de ese pueblo se vea afectada lo menos posible. Y si la puesta en marcha de una norma o legislación no se consensúa con el colectivo al que afectará, muy posiblemente las personas que conforman este colectivo se echen a la calle a protestar.

No se trata de gobernar a golpe de manifa, porque ya sabemos de sobra que nunca llueve a gusto de todos. Pero cuando el río suena… a lo mejor hay que detenerse a escuchar por si lo que lleva puede ayudarnos a cambiar, reformar o mejorar la decisión que se había puesto sobre la mesa inicialmente. Lo que no es de recibo es reprimir esas protestas, porque (al menos en este caso) matando al perro no acabamos con la rabia: haremos que la rabia se propague y se multiplique como un virus imparable y letal, que en cualquier momento puede acabar con la salud de un país que nunca se ha caracterizado por solucionar las cosas por las buenas.

Una movilización ciudadana siempre resulta incómoda. A nadie le gusta echarse a la calle para exhibirse públicamente en defensa de la sanidad pública o gritando en una plaza para evitar la aprobación de una legislación que recorta los derechos ciudadanos. Pero como decía Juan José Solozábalel derecho de manifestación es un derecho que se ejerce molestando; si no, no tiene sentido.

De eso se trata: de sacudirnos de encima lo poco que nos va quedando de la ira del español sentado, aquella a la que aludía Lope de Vega, que puede ser volcánica pero que no pasa de la tertulia del café. De molestar para ser escuchados. Porque no nos han dejado otra opción. Porque  no nos han querido escuchar en una mesa, con propuestas, con alternativas de mejora. Ahora su obligación como poder ejecutivo, repetimos, es escucharnos. Y en un ejercicio de responsabilidad y de sentido del deber (si les queda) deberán actuar en consecuencia.

Foto: Abogacía Española

 

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La ley mordaza

La ley mordaza

Como en los capítulos de las series malas de televisión, el Gobierno parece haber adoptado una fórmula resultona a la hora de aprobar leyes. Al mismo ritmo, además, porque las reformas legislativas no dan un minuto de sosiego. La fórmula resulta predecible para el fiel espectador: anuncio de un proyecto de ley disparatado, revolución de las partes implicadas (a menudo el grueso de la población) y aparente recogida de velas para que parezca que escuchan (y que tienen un mínimo sentido común).

La Ley de Seguridad Ciudadana nació, como tantas otras, con la oposición de la mayoría de las partes: ciudadanía, asociaciones de abogados, sindicatos de policía… y no era de extrañar, a la vista de las propuestas. Así, el gobierno tenía fácil la jugada y ganados los titulares en los grandes medios: El Gobierno Rectifica y Suaviza la Ley de Seguridad Ciudadana. Pero ¿se ha suavizado realmente? Y lo que es más importante ¿es suficiente?

En los últimos años hemos vivido un progresivo recorte de derechos que ha tenido su respuesta en las calles, con una movilización social sin precedentes: la desobediencia civil del 15M, el activismo por el derecho a la vivienda, la paralización de desahucios… Buena parte de las infracciones recogidas en el proyecto de Ley de Seguridad Ciudadana están dirigidas a restringir el derecho de reunión y manifestación. En los artículos 35 y siguientes del proyecto de ley se persigue todo tipo de manifestaciones, desde las ”no comunicadas o prohibidas en infraestructuras o instalaciones en las que se prestan servicios básicos para la comunidad o en sus inmediaciones” (que pueden ser sancionadas hasta con 600.000 euros de multa), pasando por la negativa a disolver manifestaciones no comunicadas (hasta 30.000 euros de multa), hasta el más mínimo incidente, como «el incumplimiento de las restricciones de circulación peatonal o itinerario con ocasión de un acto público, reunión o manifestación, cuando provoquen alteraciones menores en el normal desarrollo de los mismos» (multa de hasta 600 euros). La obsesión gubernamental contra el derecho de reunión es absoluta y sitúa fuera de la ley a acciones de protesta civil pacífica que los jueces han considerado lícitas en innumerables sentencias.

Pero no sólo se criminaliza la desobediencia civil pacífica. También se restringe el derecho a la libre expresión y a recabar pruebas de los excesos policiales, mediante una redacción demencial del artículo 36.26 del proyecto de Ley de Seguridad Ciudadana, destinado a impedir que se fotografíe a policías antidisturbios.

Las reformas proyectadas configuran un panorama desolador para las libertades públicas, pero no vienen solas, sino que consolidan una política de censura administrativa que no tiene vísperas de terminar aquí. Esta nueva Ley, que viene a sustituir a la aprobada por Corcuera, ni siquiera puede decirse que sea una de las grandes peticiones de la ciudadanía: las preocupaciones básicas siguen siendo las de siempre: el paro, la inestabilidad económica, la corrupción… y son estas medidas las que alteran a la población, las que alientan las movilizaciones. ¿Solución gubernamental? Prohibir la alteración del estado de ánimo y disuadir a la población de luchar por sus derechos mediante la amenaza de una sanción económica.

Sustituir las garantías del proceso penal por sanciones administrativas tiene tristes antecedentes históricos y evidencia un desprecio absoluto al poder judicial: desaparecerán los jueces (esos que han emitido tantas sentencias absolutorias en juicios de faltas contra activistas) para ser sustituidos por multas de policías a los que se les dará total credibilidad.

Modificamos la ley de la patada en la puerta por la ley de la patada en la boca y el asalto al bolsillo, sin tener en cuenta que la obligación de un gobierno no es aprobar leyes beneficiosas para él, sino para los ciudadanos, para esa Democracia con la que se les llena la boca y para el Estado de Derecho. Olvidan también (quizás no lo saben) que la paz social se consigue con el entendimiento y el consenso, no con el rodillo.

Imagen: 123rf

 

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justicia gratuita

Sobre la justicia gratuita

El proyecto de Ley de Justicia Gratuita ha despertado un debate que afecta de lleno a nuestro colectivo y en el que han participado, y lo siguen haciendo, no sólo abogados y otros operadores jurídicos, sino también personas a priori ajenas al universo judicial, conscientes como son de que el asunto les atañe como ciudadanos.

El debate, eso sí, se está llevando a cabo lejos de los despachos donde se toman las decisiones, porque este Gobierno parece estar empeñado en legislar a golpe de decreto, sin escuchar las aportaciones de los afectados. La única manera de meter baza parece ser, pues, hacer mucho ruido y confiar en que les lleguen al menos los rumores del descontento.

Aprovechando la celebración del Día de la Justicia Gratuita y del Turno de Oficio el pasado 12 de julio, los abogados de todo el país se han mostrado en contra de esta Ley, por limitar el acceso a la justicia a los ciudadanos con menos recursos. En palabras  del Consejo General de la Abogacía Española, el nuevo proyecto “burocratiza en exceso el servicio generando costes innecesarios y anticompetitivos, no respeta la labor de los abogados ni de los Colegios, supone mayores dificultades en los ciudadanos para acceder a la Justicia y afectará gravemente a algunas garantías constitucionales”.

Resulta esperpéntico que con un servicio de Justicia Gratuita magnífico, de los mejores de Europa, se proponga una reforma que da varios pasos atrás en referencia a la anterior norma. Un proyecto que se aprueba no sólo en contra de los ciudadanos, sino a espaldas de los abogados, con los que no se ha contado para su elaboración.

Uno de los puntos más controvertidos del texto es el que se refiere a la regulación del Turno de Oficio. Con el nuevo proyecto de Ley cualquier letrado de cualquier Colegio podrá darse de alta en el turno de oficio independientemente de cuál sea su domicilio profesional y su Colegio de adscripción. Pero se le exige asimismo que se persone en la instancia judicial que corresponda sin demora injustificada, dentro del plazo máximo de tres horas desde la recepción del encargo. Un abogado residente en Canarias y adscrito al turno de oficio en el Colegio de Cádiz difícilmente cumplirá dicho plazo, sea cuales sean las circunstancias.

Por otra parte, el nuevo texto incrementa aún más si cabe la burocracia, al mantener la duplicidad en la tramitación de expedientes y vincula el acceso a la justicia gratuita a la Ley de Tasas, vulnerando así un derecho constitucional de todos los ciudadanos. Asimismo, al extender el derecho a Justicia Gratuita a determinados colectivos y empresas al margen de sus recursos económicos, el proyecto de Ley no hace más que perjudicar el criterio de igualdad de los ciudadanos, al tiempo que cuestiona de forma importante la propia viabilidad económica del servicio a corto plazo. (La inversión en Justicia Gratuita se ha reducido en más de 43 millones de euros en los cuatro últimos años. Esta rebaja ha sido fundamentalmente a costa de recortar año tras año las indemnizaciones que perciben los abogados adscritos al Turno de Oficio).

El análisis jurídico del Consejo General concluye que “el proyecto de Ley es insuficiente porque no resuelve determinados problemas de la actual regulación como no incluir el Servicio de Orientación Jurídica Penitenciaria para las personas privadas de libertad, la preceptiva intervención del abogado siempre y desde el primer momento en favor de la mujer víctima de violencia de género o la no inclusión en el anteproyecto de la vía administrativa previa”.

En definitiva, parece que todas las partes estamos de acuerdo en que la Ley de Asistencia Jurídica Gratuita necesita una reforma para adecuarla a nuestra realidad socioeconómica, pero el texto propuesto por el Gobierno, al que cabe añadir la Ley de Tasas Judiciales, los anteproyectos de Ley de Servicios y Colegios Profesionales y el de Seguridad Ciudadana no hacen otra cosa que dificultar aún más el acceso de los ciudadanos a la tutela judicial efectiva y un recorte de sus derechos fundamentales.

Imagen: 123rf

 

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Registradores

Privatización por decreto

El Gobierno ha aprobado un Real Decreto para traspasar el Registro Civil a los registradores mercantiles.

No es una sorpresa, ni ha resultado ser un globo sonda de los que tanto parecen gustar a este Gobierno: finalmente, el Consejo de Ministros envía al BOE un Real Decreto que pone en manos privadas la vida jurídica de los españoles. Antes, eso sí, se han digitalizado todos los archivos desde 1870, con un coste de unos 130 millones de euros a los que invita la casa.

La Ley 20/2011 del Registro Civil aprobada en la etapa del PSOE, desjudicializaba el Registro Civil, pero no dejaba claro qué funcionario se haría cargo del Registro. Lo cierto es que no tenía mucho sentido que la custodia de los nacimientos, matrimonios, incapacitaciones y fallecimientos de los españoles estuvieran en manos de los Jueces, como hasta ahora. Lo lógico habría sido, tal vez, traspasarlos a los secretarios judiciales, pero parece ser que la lógica no es suficiente a la hora de tomar una decisión de este calado.

El ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, lleva meses de tiras y aflojas intentando que el Registro Civil pase a manos de los registradores, pero el descontento de secretarios judiciales, sindicatos y juristas hacían que nunca terminara de concretarse. Ha tenido que ser “por Decreto”, una vía que, constitucionalmente, está reservada para casos de urgencia y necesidad y que en este caso el ministro ha usado para dar su particular golpe en la mesa: “porque lo digo yo, que soy tu padre”. En las deliberaciones sólo se ha contado con un pequeño núcleo de registradores que tampoco parecían estar del todo de acuerdo con la decisión.

De hecho, el Colegio de Registradores de la Propiedad y Mercantiles ya ha mostrado su desacuerdo mediante un comunicado, en el que, además de adherirse a las razones esgrimidas por el resto de operadores jurídicos, señalan la dificultad y el coste que les supondrá enfrentarse al nuevo sistema informático “sin conocer, de momento, ni el presupuesto del mismo ni las empresas que se encargarán de su desarrollo y mantenimiento”.

El ministerio de justicia se ha comprometido a recolocar en los juzgados a los funcionarios que trabajan en los Registros Civiles, pero sólo podrán hacerlo en las Comunidades Autónomas en las que las competencias de Justicia no han sido transferidas. En el resto no hay ningún compromiso, de la misma manera que tampoco lo hay para garantizar la continuidad de los interinos que trabajan en juzgados y tribunales.

Por lo demás, no parece muy sensato mejorar la plataforma con cargo al erario público para inmediatamente traspasarla a manos privadas, no sólo por lo delicado de la mercancía (los datos privados de los ciudadanos) sino también por el coste que supondrá la adaptación y el manejo de estos datos.

El ministro recalca que los trámites serán gratuitos, aunque no son pocos los que lo dudan, y con razón: la tramitación de los documentos y las gestiones tendrán un coste, que podrá ser sufragado por el ciudadano o por el Estado, en forma de aranceles a esas empresas privadas. Pero bueno, eso sólo son daños colaterales.

Imagen: 123rf

 

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Monarquía española

La venda antes de la herida

El pleno del Congreso aprobó la semana pasada la extensión del aforamiento a los Reyes Juan Carlos y Sofía, la Reina Letizia y la Princesa de Asturias. Aprovechando una reforma parcial – van más de 40 desde 1985, pero la marca ha pasado de rondón – de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ), la mayoría absoluta del Partido Popular ha permitido que en sólo dos semanas se tramitara el cambio de estado legal de estos altos (o ex) cargos de la representación institucional del Estado. Como se ve, cuando el legislador se pone a la tarea, un plazo en otro caso inimaginable lo es.

Ironías al margen, la aplicación de esta prerrogativa a quien fue jefe del Estado hasta hace menos de un mes, a su consorte, como a la esposa (y su primogénita) de quien ha tomado el relevo en la primera magistratura de nuestra nación revela, sensu contrario, la incorregible tendencia de la clase política para centrarse en las (aparentes) urgencias que demandan las vidas de quienes les eligen, mientras se descarta ad eternum la regulación de lo necesario.

Sólo de esa forma puede entenderse que desde diciembre de 1978 (cuando la Constitución Española fue aprobada en referendo) hasta junio de 2014, ni el Gobierno de turno ni las Cortes hayan encontrado hueco y oportunidad para desarrollar, como parecía – y ahora se ha demostrado – razonable el estatuto de la Corona, como extensión de lo dispuesto en el Título II de la Carta Magna.

Sobrepasada ya la mitad de la décima legislatura, sólo la abdicación del Rey Juan Carlos y la proclamación de su heredero como Felipe VI, han precipitado un debate no menos tormentoso respecto de preguntas tan sencillas de formular tales que: ¿El rey que abdica mantiene su aforamiento? ¿La consorte del rey y la del anterior siguen sin ser aforadas? ¿Y la heredera de la Corona, tampoco? Semejante discusión no ha tenido sitio en todo este tiempo más allá del debate académico o mediático. A lo que se ve, para sus señorías nunca hubo hasta ahora momento propicio.

Así que de alguna manera, la aprobación de la reforma con el solitario asentimiento del Grupo Popular, la abstención del PSOE, CiU y Coalición Canaria y el voto en contra del resto de las fuerzas representadas en la Cámara Baja habría operado como una suerte de venganza contra la desgana parlamentaria para atender con una cierta previsión una necesidad surgida desde el mismo 6 de diciembre de 1978, cuando el voto popular dio por válida nuestra actual Constitución. Desde aquel lejano día, la posibilidad de que el Rey Juan Carlos falleciera, se incapacitara o abdicara era absolutamente admisible.

Más allá de la discusión sobre la conveniencia u oportunidad de estos nuevos aforamientos  – que opiniones hay de todos los colores, algunas olvidando que los sucesivos cambios en la propia LOPJ han ampliando indiscriminadamente una prerrogativa que la Constitución reservaba sólo para diputados, senadores y miembros del Gobierno -, queda, otra vez, la incómoda sensación de que se legisla a golpe de necesidades sobrevenidas.

No hace mucho fue la acomodación de la aplicación del principio de Justicia Universal al gusto de otros países, y ahora, por una indisimulada prisa para evitar el cuestionamiento de los actos de Don Juan Carlos (por otra parte respaldados los que como jefe del Estado por el Consejo de Ministros (Art. 64, CE) lo cierto es que no deja de ser un reflejo de esta paradójica reforma legal. La inclusión de las consortes (actual y anterior) como también la de una menor de edad elevada a la categoría de Princesa de Asturias – la cosa aquí daría para otro interesantísimo debate sobre sus hipotéticas responsabilidades en tanto no alcance los 18 años – abren el plano.

De esta forma, y obviamente sin haberlo buscado conscientemente, tenemos aquello de que en el pecado está la penitencia. Oír de boca del portavoz del PP en la Comisión de Justicia del Congreso que el  cambio en la ley se operaba porque es “necesario y oportuno” y porque “no hay nada que lo impida” no parece el argumento más sólido frente a quienes se han opuesto – aún demagógicamente – a esta modificación de la LOPJ.

De unos y otros cabía esperarse una cierta altura intelectual para confrontar razonamientos más trabajados, lejos del fuego graneado con el que acostumbran dispararse. La nutrida mayoría silenciosa que asiste a estas ceremonias del juego parlamentario tendrían, de esa manera, una esperanza cierta de mejora de la calidad que cabe esperar de los representantes de la soberanía popular.

Imagen: 123rf

 

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