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Justicia Penal Internacional

La Justicia Penal Internacional, más necesaria que nunca

Que el siglo XX fue escenario de grandes tragedias humanas, conflictos armados interestatales y de liberación nacional y de emergencias humanitarias es algo de lo que no nos cabe duda si echamos la vista atrás. Estos acontecimientos originaron la toma de conciencia por parte de la comunidad internacional de la necesidad de crear un marco jurídico apropiado para la garantía y el respeto de los derechos fundamentales del hombre, especialmente en lo referido a la paz y la preservación de la humanidad.

La Justicia Penal Internacional, cuyo día conmemoramos cada 17 de julio, es el vehículo para realizar la condición de existencia humana y la coexistencia pacífica en la comunidad internacional (con mayor o menor fortuna, a la vista de los acontecimientos recientes), conforme al paradigma humanitario. Es, en otras palabras, el camino para una justicia que opere, más que como implacable perseguidora de delitos cometidos, como un instrumento efectivo de paz, seguridad, libertad y bien común.

El Estatuto de Roma y la Corte Penal Internacional (CPI) constituyen uno de los logros más notables de la diplomacia multilateral, y también lo es su contribución a los esfuerzos para que los responsables de crímenes de lesa humanidad, genocidio y crímenes de guerra rindan cuentas ante la Justicia. Aunque el Estatuto de Roma entró en vigor hace poco más de una década, la Corte ya es un tribunal permanente de justicia penal internacional en pleno funcionamiento que emitió en 2012 su primer fallo en el caso Lubanga, una sentencia que constituye una clara contribución al derecho internacional humanitario, en particular en materia de reclutamiento de niños.

Un sistema internacional de justicia penal que complemente y refuerce los sistemas de justicia nacionales resulta fundamental para que las víctimas puedan obtener justicia y reparación y para reconstruir las naciones devastadas por la guerra y apoyar la reconciliación tras los conflictos. Un día de conmemoración como este ha de servir, entre otras cosas, para recordar a quienes reclaman justicia frente a delitos atroces y para homenajear a las personas que trabajan con dedicación y valentía en este campo, recordando las palabras de la Declaración de Kampala que resaltan «la noble misión y la función de la Corte Penal Internacional en un sistema multilateral que tiene como objetivo poner fin a la impunidad, establecer el imperio de la ley, cultivar y fomentar el respeto de los derechos humanos y lograr una paz duradera, de conformidad con el derecho internacional y los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas«.

 

Foto: Corte Penal Internacional

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Justicia universal

España y la justicia universal

La colusión de intereses entre los poderes del estado moderno es tan vieja como su propia formulación. Gobierno, legislador y jueces ni deben, ni pueden, ir de la mano so pena de confundir el papel de cada uno, viciando las tareas de cada cual y pervirtiendo un orden que debe, al cabo, proteger al ciudadano a través de la vigilancia de los derechos que nos hemos dado colectivamente.

No obstante, los tres poderes que sustentan nuestro andamiaje social nunca han renunciado a la tentación de orillar el papel del contrario para imponer – por la fuerza de un decreto, una ley o la interpretación expresada en un fallo – puntos de vista exclusivos, y particularísimos, que en unos casos provocan la protesta del poder que ve lesionado su papel y – lo que es peor – en  otros generan el asombro o la alarma del común de las personas.

La reciente reforma operada por la Ley Orgánica 1/2014 sobre la justicia universal cumple con los dos supuestos citados. Su entrada en vigor, mediante una tramitación urgente por iniciativa del Gobierno y sólo respaldada en las Cortes por el partido que lo sustenta, incluye una disposición transitoria única que declara sobreseídos procedimientos abiertos en los que no se cumplan los requisitos establecidos en el propio articulado de la ley. Esto es, Ejecutivo y legislador se ponen de acuerdo para actuar retroactivamente.

Y a pie de calle, la sociedad asiste, entre alarmada y alucinada, a la puesta en libertad de decenas de presuntos narcotraficantes (porque en virtud del cambio, el Reino de España no es competente para juzgarlos al no haber actuado ilícitamente en tierra o mar de nuestra soberanía) o al decaimiento de causas que investigaban la comisión de delitos de genocidio o torturas  – contra ciudadanos españoles – en la antigua provincia del Sáhara o – también contra algunos de nuestros nacionales – en la base estadounidense de Guantánamo.

De fondo queda la resolución del caso que parece haber dado pie a esta nueva actuación precipitada del Gobierno de España, y su inefable ministro de Justicia, para tapar la vía de agua que se le abrió tras el auto de la Audiencia Nacional, de noviembre de 2013, ordenando la busca y captura de altos cargos del Partido Comunista de China por su supuesta relación con el genocidio practicado durante décadas en el Tíbet.

La velada protesta del régimen comunista por este auto, y las no menos veladas amenazas de las consecuencias que para las relaciones bilaterales con el gigante asiático tendría la decisión de la AN, provocaron – porque otra cosa no parece, por bien pensado que se pueda ser – una rápida respuesta del Gobierno de España para hacer del auto papel mojado y tranquilizar a uno de los socios comerciales más importantes de nuestro país.

La solución del conflicto que se adivinaba en el horizonte fue esta acelerada reforma de la LOPJ. Las consecuencias, admitiendo que una legislación ad hoc habría sido aún más escandalosa, es que Gobierno y legislativo han abierto la puerta, mutatis mutandis, a un volumen significativo de presuntos narcos a los que desde ahora habrá que exigirles, qué menos, prueba de admiración de la capacidad de Pekín para influir – ex foros internacionales – en el cuerpo legal de un estado soberano.

Con todo, esta última reforma culmina un camino en sentido inverso al que emprendió el Gobierno de Felipe González en 1985, cuando instituyó el principio de la jurisdicción universal en la primitiva LOPJ atribuyendo competencia “para conocer de los hechos cometidos por españoles o extranjeros fuera de territorio nacional” en materia de terrorismo, genocidio o tráfico de frogas, entre otros. Aquella senda ya fue luego limitada en 2009, por acuerdo de PSOE, PP, CiU y PNV, y ahora queda aún más circunscrita.

Y confirma, por más que duela, una de las paradojas que provoca el noble deseo de que todos los países del mundo se rijan por un código común de leyes y buenas prácticas, especialmente cuando de proteger los derechos fundamentales de la personas se trata. Nobles intenciones que además de tropezar en los obstáculos que imponen el tráfico económico entre estados, los intereses geoestratégicos o la existencia de regímenes más o menos dictatoriales, descubren que para entender o aplicar la justicia con un sentido global, en un mundo global, quedan muchos pasos por dar. Lo convengan cínicamente unos o lo lamenten quejosamente otros.

Imagen: 123rf

 

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