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La justicia funciona

Justicia: y sin embargo, funciona

El gobierno en democracia sólo se puede concebir desde la separación de poderes consagrada por las constituciones modernas, de entre las que la estadounidense de 1787 se suele poner como reflejo del especial empeño que tuvieron los padres fundadores de aquella nación para limitar la capacidad de maniobra de cada pata del estado.

Conviene hacer esta precisión para entender que la responsabilidad del funcionamiento de un país y sus instituciones públicas no puede considerarse aisladas unas de otras, como -menos aún- se pueda colegir que la gestión este o aquel mal es asunto exclusivo de la administración que en último término debe hacerle frente.

El crecimiento reciente del conocimiento que hemos tenido de casos de corrupción -política o no, que también los ha habido llamativos- ha puesto de nuevo en el primer plano del debate la supuesta incapacidad de nuestro sistema judicial para perseguir —y llegado el caso, sancionar- comportamientos de individuos u organizaciones que lesionan el interés común mediante el uso fraudulento de fondos públicos o defraudando al erario mediante la evasión fiscal.

Este terremoto social ha subido un par de grados en intensidad desde que determinados voceros apocalípticos lo han convertido en tendencia en las redes sociales y en ese fenómeno tan nocivo para el pensamiento crítico y el análisis detenido en el que se han revelado ciertas tertulias mediáticas, en las que tan pronto se habla de la crisis del ébola, como de derecho internacional o del posado de una nave espacial sobre un cometa.

Es ese incremento de ‘sismicidad’ el que ha avivado la exigencia de penas rápidas y ejemplares. Por ejemplo entre los dos grandes partidos políticos anunciando ‘tolerancia cero’ con los suyos afectados por malas prácticas -¿no era supuestamente mientras no se demuestre lo contrario?-, mientras las prisas les hacen caer a continuación en la contradicción lógica que implica hacer tabla rasa ante casos que aún no han pasado de la investigación policial y están, por tanto, en una incipiente fase de instrucción.

Llegados a este punto, ‘todo es bueno para el convento’ con tal de encontrar en las preteridas fallas del sistema judicial una explicación para esto o aquello.

No obstante, el descubrimiento de estos casos es la primera evidencia de que el ‘sistema’ tan denostado funciona. Por la voluntad de la policía judicial para investigar y esclarecer la comisión de ilícitos, la del ministerio público para perseguir, la del juez para instruir y la de un tribunal para sentenciar.

Otra cosa es que el andamiaje legislativo que nos hemos dado impida que los tiempos se acomoden al aparente deseo del común de una sociedad que corre el riesgo, cierto, de escorarse hacia la imposición de rápidos castigos ejemplares como vía expeditiva para acabar con la corrupción.

Y aquí volvemos, obligado resulta, a la separación de poderes. Para recordar que las leyes que la justicia aplica reflejan la voluntad del legislador que las formula, debate y aprueba. Y una segunda precisión, no menos importante. Los medios con los que la justicia se maneja para perseguir la corrupción -como cualquier otra cuestión punible- son los que el poder ejecutivo (a través del Gobierno central o las comunidades autónomas) decide anualmente.

Esto es que las limitaciones de la estructura -en cuyo funcionamiento incide decisivamente disponer de más o menos medios materiales y de más o menos investigadores o personal en las oficinas judiciales- o los repetidamente denunciados ‘corsés’ legislativos -por citar uno solo, el mantenimiento de la instrucción en manos de los jueces- afectan más de lo que no alcanza una apresurada ‘reflexión’ tertuliana.

Y, sin embargo, la Justicia se mueve. Verbigracia, una popular tonadillera está a punto de ingresar en prisión conforme a una sentencia firme y antes lo hizo el ex presidente de una comunidad autónoma de acuerdo a otra de la misma naturaleza. Y bien sea en la Audiencia Nacional o en el juzgado de primera instancia más perdido, miles de instrucciones avanzan. Más lentamente de lo que sería deseable, qué duda cabe, aunque poner el foco en el efecto sin analizar antes la causa nos haga tomar la parte por el todo en un simplista -y poco recomendable- ejercicio de demagogia.

 

Foto: FutureImageBank

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Ejemplaridad y ley

Sobre la ejemplaridad como ley

El crecimiento cuasi exponencial que de casos de corrupción política y financiera venimos conociendo en las últimas semanas ha terminado por hastiar a la opinion pública y a la sociedad en general. El barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) de octubre pasado revela que el segundo de los principales problemas que sufre nuestro país es la corrupción y el fraude.

Que la primera de las inquietudes (para un 76% de los encuestados) siga siendo el paro llama poco la atención a estas alturas. Lo ha sido ininterrumpidamente desde septiembre de 2008 -cuando los efectos tempranos de la crisis comenzaron a hacerse conscientes en el común de los ciudadanos- y aún antes competía con la muy similar de “los problemas de índole económica”.

Al margen del meneo que se adivina en la intenciones directa y estimada de voto si hoy se celebraran unas elecciones generales (caída del PP y eclosión definitiva de Podemos como alternativa real de gobierno, las más llamativas), lo novedoso de la última muestra destaca cuando ponemos en comparación la referida valoración de la corrupción y el fraude como problemas nacionales. Hoy lo es para el 42,3 por ciento de los preguntados cuando hace ‘sólo’ dos años lo era… para el 9,5%.

Esa casi quintuplicación del problema no llama a nada bueno. Los últimos cosos publicados han traído, en general, más lo mismo: poca asunción de responsabilidades y una frecuente derivación hacia el sistema judicial para sustanciar culpabilidades o inocencias. Volvemos a oír y leer que los controles previos no funcionan, que las macrocausas por corrupción se eternizan y que el castigo, cuando acaba llegando, no supone la devolución de lo sisado al erario.

Como guinda para el pastel, unos y otros se apresuran a anunciar modificaciones legislativas -tan necesarias como insuficientes porque se toma, de nuevo, la parte por el todo-, publicitan códigos éticos de última hora y dan bombo a pretendidas medidas de cirugía de urgencia como la impostada creación de 282 nuevas plazas de jueces y magistrados… de las que 280 son, simplemente, la consolidación estatutaria de quienes ya la ejercían en la interinidad derivada de una comisión de servicio, una sustitución o un refuerzo.

Entre tanto ruido, entre esa propensión tan nuestra a arreglar los problemas a fuerza de más regulaciones, más personas y más mesas, aparece por la puerta de atrás el discurso de la pérdida de valores como explicación a esta hemorragia de dispendio del dinero público sobre la que, ‘mutatis mutandi’, hemos construido una España en la que pocos queremos ya reconocernos.

Valores sobre los que llevamos décadas educando (en la escuela, no tanto en casa, según se ve), tipificando (vía leyes, códigos o reglamentos) o vendiendo cosas y servicios (la socorrida responsabilidad social corporativa como un paño que puede dar brillo a cualquier actividad económica). Valores, al cabo, que no parecen haber surtido demasiado efecto en un cuerpo social que tanto perdona que se copie en un examen o se salte una cola, como mira para otro lado cuando de no pagar un impuesto se trata si se nos asegura que nadie nos va a pescar.

Se ha intentado, también en esto, tasar los valores pretendiendo -en un ejercicio a caballo entre la ingenuidad y la simple complacencia- que al poner negro sobre blanco e imprimir un código -¡otro!- de buenas conductas acabaríamos con el mal. Y si así fuera sobraríamos, pongamos por caso, los abogados de tan claro que tendría la sociedad que con respetar lo pautado sería suficiente para no lesionar derechos de otros o los mismos de la colectividad.

Al fondo de la vuelta al debate sobre los valores -tan necesario como estéril  hasta ahora- comienza a asomarse el de un concepto que, llegados a este estadio, puede que sea mucho más productivo. Y no es otro que recuperar el término de ejemplar (en su primera acepción: “Que da buen ejemplo y, como tal, es digno de ser propuesto como modelo”) como premisa de actuación en las cosas del día a día, sea cual sea el ámbito en el que se actúa.

Más en esto de cómo se maneja la cosa pública, donde a fuerza de orillar la ley y eludir la responsabilidad personal con la socorrida evasiva de tener “la conciencia tranquila” o de carecer de “sentido de culpabilidad”, hemos olvidado la ejemplaridad -sobre la que, a Dios gracias, no se puede ni se debe legislar en cuanto es cualidad intimísima e indelegable-, corriendo el riesgo, cierto, de confundirla con el sentido del puro escarmiento.

Y de escarnio en escarnio, carentes de vidas y comportamiento públicos ejemplares que poder hacer nuestros, sólo caminaremos en una rueda mareante e insoportable de frustración al ver que aplicando los remedios al uso no curamos el mal y, si acaso, sólo lo paliamos.

Foto: 123rf

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Corrupción y medios

Corrupción en los medios: ¡más madera!

La última semana de octubre pasará al archivo como una suerte de ‘fenómeno multimediático adverso’ (FMA) al que fue difícil hacer frente. El lunes 27 amanecimos con casi medio centenar de detenciones efectuadas por la Guardia Civil en el marco de la Operación Púnica, tutelada por el juez de la Audiencia Nacional Eloy Velasco. Cayó Francisco Granados (ex secretario general del PP madrileño) y tras él un variopinto grupo de políticos, asesores de políticos, funcionarios y empresarios enredados, presuntamente, en una trama de negocios fraudulentos con la administración que incurrirían en hasta una decena de ilícitos penales.

A los pocos minutos de las primeras detenciones llegó la habitual conjunción de titulares de prensa, aperturas de informativos televisivos y tertulias radiofónicas, sólo que esta vez -por uno de esos fascinantes fenómenos de viralidad que nos ha traído el mundo de Internet- alcanzó el FMA un grado de virulencia tal que los más escépticos adivinaban el ‘acabose’ de una época y los más encendidos soñaron con una deserción masiva de la clase dirigente de la que abominan.

Ni tanto ni tan calvo. El martes, y los siguientes días, volvió a amanecer. Como cada mañana, el país se puso otra vez en marcha -aunque parar, lo que se dice parar, nunca para- y el engranaje que mueve actos y actuaciones de todo orden y naturaleza funcionó a la velocidad habitual.

No obstante, la Operación Púnica nos ha traído consecuencias: las unas habituales, las menos, llamativas por cuanto desconocidas. Entre las primeras, esa propensión tan nuestra a realizar la instrucción de una causa judicial a fuerza de sentencias -en su segunda acepción de la Real Academia de la Lengua: “Dicho grave y sucinto que encierra doctrina o moralidad”- para las que tanto vale como medio de emisión la barra de un bar, una comida familiar, una red social o un micrófono.

Sentenciando, sentenciando, en una escasa semana tendríamos resuelto un proceso que, como tantos otros de la misma naturaleza, se adivina largo y complejo. Es lo que tienen estos tiempos en los que el derecho a opinar de todo -deprisa, deprisa- arrasa con la recomendable disposición a formarse ‘ex ante’ una cierta valoración de los hechos sobre los que nos animamos a pontificar.

Pero puede que sea aún más llamativo, a ojos de jurista, el novedoso efecto del FMA de la semana pasada. Acuciado, sin duda, por la opinión pública y publicada, hemos visto ganar fuerza -hasta un límite nunca imaginado en tiempos recientes- la idea de que a los detenidos o imputados en la causa derivada de la Operación Púnica -y por analogía, a lo que se ve, en próximas causas, como antes en el caso de las tarjetas ‘black’ de Caja Madrid y Bankia– primero se les debe echar del partido en el que militan… que luego ya se verá.

Por muy recomendable, demoscópicamente hablando, que parezca esta forma de obrar no debería olvidarse la colisión que implica con el principio de presunción de inocencia que arma nuestro sistema legal. O con las debidas garantías de audiencia y derecho a una defensa justa, por más que finalmente se pruebe su culpabilidad.

Esta pretendida solución ‘cauterizadora’ nos devuelve a las peores formas de la aplicación de la justicia. En un escenario donde a veces se tiene la sensación de que sólo manda el  ‘trending topic’, el ‘prime time’ o la comunión de titulares alarmistas, se tiende a tomar la parte -el preocupante y repetido descubrimiento de tramas de corrupción en el manejo de fondos del erario- por el todo de un aparente cataclismo que bloquearía el normal funcionamiento del sistema de valores y gobierno que nos hemos dado.

Las prisas -dice un aforismo de paternidad desconocida- son para los malos toreros y los delincuentes. Para los primeros porque no torean bien y para los segundos porque son perseguidos por la Policía”. Esto último, a Dios gracias, parece evidente. Y lo que le antecede, siendo la tauromaquia nuestro sistema judicial, deviene consejo sabio y pertinente.

No son los tribunales la vía para acabar con la corrupción, como para sancionarla, porque el origen de esta lacra está en la (nula) honestidad de quien está dispuesto a corromper o a ser corrompido. Y el combate contra esta enfermedad, como tantas patologías, empieza en casa, sigue en la escuela y acaba en un edificio común llamado sociedad. Sin pausa, sin imposturas de última hora, sin limitarnos a escandalizarnos cínicamente mientras volvemos a lo de cada uno.

Y, también, sin prisas de malos toreros.

 

Foto: 123rf

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Economía umergida: ¿legal o ilegal?

Economía sumergida: por qué trabajar al margen de la ley

Realizar una actividad económica al margen de la regulación es una práctica tan vieja como la humanidad, porque primero fue la transacción —inicialmente limitada al mero intercambio en especie o servicios y luego perfeccionada por el pago mediante unidades de cuenta, tangibles o no— y más tarde llegaron las normas asociadas a la práctica mercantil: un diezmo para el señor, una tasa por cruzar el puente que daba acceso al burgo… hasta establecerse los sistemas impositivos modernos que conocemos a este lado del mundo.

Así que ganarse el sustento sin renunciar a que una parte del valor que obtenemos por nuestro trabajo, o por la venta de un bien, quede en manos de un tercero llamado administración pública es una tentación que la mayoría orilla y una minoría más o menos amplia —según la época o las circunstancias— no desdeña. A eso lo llamamos economía sumergida y es en época de crisis, justo cuando las arcas del erario más andan necesitadas de alimentación, cuando regresa al primer plano de la plaza pública.

En tiempos de tribulación no hacer mudanza” reza una máxima acuñada por San Ignacio de Loyola. El fundador de la Compañía de Jesús no se refería, como pudiera pensarse, a un simple cambio de residencia. Aludía el sacerdote navarro a la capacidad de resistencia recomendable frente a ciertos embates de la vida terrena personificados en los poderes públicos.

El principio de no atender a la coacción del estado casaría, siguiendo la lógica jesuítica, como una posible explicación a la aparente persistencia de un alto índice de economía informal en España, como reflejó el último informe del sindicato de técnicos de Hacienda Ghesta al cuantificar en unos 250 mil millones de euros el dinero movido en 2012 sin tributación alguna.

No conviene, ni se puede, empero, reducir las causas del mal a una pretendida virtud del español —profesional o empresa— por caminar fuera del sendero mientras una mayoría silenciosa de asalariados o autónomos cumple con sus obligaciones. Más allá de las simplificaciones, debemos reflexionar sobre la naturaleza de una práctica —unas veces simple elusión, pero la más completa evasión— que la asimilación de nuestro país al escenario legislativo y nivel de riqueza del resto de Europa no ha conseguido reducir en el mismo nivel que sí se ha conseguido para la convergencia de otras variables.

Ante esa propuesta de lectura, parece recomendable llamar la atención sobre el ‘medio natural’ en el que viven quienes —a sabiendas o por mero desconocimiento— optan por ejercer su trabajo sin cumplir con las obligaciones requeridas en cada caso: altas de actividad, tributación por todos sus ingresos reales o pago de licencias informáticas, por citar algunas de las más comunes.

El hábitat del defraudador ‘profesional’ o sobrevenido por sus circunstancias particulares es un prado en el que multinacionales de todo tipo eluden la fiscalidad mediante el traspaso de sus beneficios a refugios fiscales —algunos, paradójicamente, en territorio de la Unión Europea— y la mayoría de los cargos públicos implicados en casos de corrupción sólo pagan sus delitos, en el mejor de los casos, con penas de cárcel.

Eso por no hablar del criterio seguido por cualquier nivel de la administración para decidir en qué y cómo gasta el dinero recaudado de los impuestos a particulares y empresas. Son tantos y variados los ejemplos de despilfarro que por más que el dispendio, paradójicamente, también acabe por generar consumo y movimiento económico queda en el común de los ciudadanos la sensación de que con su dinero se ha contribuido a pagar una fiesta a la que ni fue invitado, ni de la que quiere participar.

Más allá de la discusión sobre el adecuado nivel de presión fiscal que deben soportar los españoles y al margen del debate sobre subidas o bajadas de impuestos, es necesario avanzar con la pedagogía. Con aquella teoría que en los primeros años ochenta se resumía en el recordado lema publicitario ‘Hacienda somos todos’, que fue fundamental para instaurar una cierta conciencia de corresponsabilidad fiscal de la que carecíamos secularmente.

Pero también con una práctica de ejemplaridad en el uso y cuidado de los dineros públicos —incluida la sanción a quien malgasta y la persecución a quien defrauda a gran escala— que nos evite la peligrosa tentación de hacernos aquella pregunta fatídica: “Para qué pagar impuestos si luego son otros los que se lo llevan crudo”.

Foto: 123rf

 

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