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Reforma del Código Penal

Reforma del Código Penal: la que se avecina

La entrada en vigor, este 1 de julio, de la reforma del Código Penal y de la nueva Ley de Seguridad Ciudadana abre un escenario apasionante para nuestra profesión. Los abogados penalistas ya han advertido repetidamente de la cantidad y enjundia de los cambios que operan a partir de ahora: faltas que pasarán, literalmente, a desaparecer de nuestro ordenamiento; faltas que pasarán del orden penal al administrativo y otras que mutan a delitos leves… la lista de cambios confunde al no iniciado y aun obliga a una lectura repetida a cualquier letrado.

La polémica que ha rodeado esta reforma, por otra parte, asegura, aún más, que sus efectos no pasarán desapercibidos. Que el Gobierno del Partido Popular no haya encontrado consenso con ninguna formación de la oposición mantendrá en el primer plano de la actualidad las consecuencias de la aplicación del nuevo Código Penal. Y que en noviembre está prevista la convocatoria de elecciones generales acrecienta la posibilidad de que ésta, también, sea otra ley traída al debate público en los próximos meses.

Como es natural en cualquier proceso de cambio, la reforma concebida en origen por Ruiz-Gallardón y defendida en la tramitación en las Cortes por su sucesor, el ministro Rafael Catalá, tiene a priori, pros y contras, más allá de que el tiempo nos conceda una perspectiva suficiente para saber si lo uno o lo opuesto acaba por dar la razón a defensores o detractores.

Entre los primeros, se apunta la conveniencia de sacar de los juzgados de Instrucción asuntos banales o de escasa trascendencia —por el camino, volvemos a quedarnos ‘in albis’ ante la repetida demanda de reforzar el proceso de mediación en nuestra arquitectura legislativa— siguiendo el principio, más consensuado, de la mínima intervención del Derecho Penal.

Al hilo de ese argumento, las estimaciones iniciales del Gobierno apuntan a que los jueces perderán la potestad sobre cerca de tres millones de infracciones, obligándose, de paso, a revisar —cuando no a archivar— miles de procedimientos de faltas ahora abiertos. Y esta primera lectura ya ha provocado opiniones contrapuestas que no ven oro reluciente en lo que el Ejecutivo apunta como principal efecto positivo de la reforma.

Así, Jueces para la Democracia y la Unión Progresista de Fiscales sostienen que la modificación del Código Penal hará perder garantías al ciudadano al resolverse como un expediente administrativo lo que antes se dirimía en sede judicial. La ulterior reclamación en la vía de lo contencioso impide, a juicio de estos colectivos, “el control inmediato de las libertades públicas”.

En nuestra organización no nos reconocemos capaces de abrazar, ‘ex ante’, ninguna de estas diagnosis. Lo que asoma, por ahora, parece más la voluntad de unos por vendernos estos cambios como un elixir que, a la vuelta del verano, desatascará los juzgados de instrucción ‘a golpe de BOE’ y la de otros por poner la venda antes de la herida. Por muy nobles que fueran ambos discursos en su formulación, el velo de complejidad con el que ha amanecido este 1 de julio haría necesario un cierto recorrido para comprobar los efectos, beneficiosos o perniciosos, del nuevo CP y la Ley de Seguridad Ciudadana.

 

Foto: 123rf

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Abogado de empresa

¿Es un abogado de empresa menos abogado?

El XXI Congreso Nacional de la Abogacía y el I Congreso de la Abogacía madrileña han devuelto a la actualidad un viejo debate, irresuelto, en el sector jurídico de la Unión Europea: ¿Es un abogado de empresa menos abogado? ¿Carece por esta razón del amparo por el secreto profesional?

La cuestión fue traída en una de las ponencias del segundo de estos encuentros por Isabel Gómez Calleja, abogada de la empresa pública Renfe, recordando que 12 estados reconocen la misma protección para un letrado sea cual sea la vinculación con su cliente, mientras otros 13 no la amparan para quienes ejercen la profesión dentro de una compañía. Para completar la indefinición, un trío adicional de naciones no aclara en su ordenamiento esta controversia.

Parece ocioso a estas alturas recuperar en nuestro país un debate que nuestro edificio legal resuelve si hilamos lo establecido en el artículo 24 de la Constitución Española con lo preceptuado en la Ley Orgánica del Poder Judicial (respecto de la denominación y funciones del abogado), el Estatuto de la Abogacía (art. 32.1) y el mismo Código Penal (Art. 199).

Podría ser peregrina la discusión de no mediar la sentencia del denominado ‘caso Azko’ (TJUE, de septiembre de 2010), que estableció que para los abogados de empresa —en el ámbito del Derecho Comunitario de la Competencia— no existe secreto de empresa. Esto es que han de declarar sobre hechos que le fueran conocidos y no gozan de protección en caso de inspección de la Comisión Europea. ¿La tesis del fallo? El abogado de empresa está sujeto a una relación laboral que limita su independencia.

Lo que en su día pudo colegirse como una posición extemporánea con poco recorrido práctico se agravó en 2012 con la ‘sentencia Puke’, ahora con un giro surrealista, que fijaba la obligación de que para recurrir ante el mismo TJUE, el escrito correspondiente fuera firmado por un letrado “independiente y no vinculado por relación laboral con su cliente”.

‘Azko’ y ‘Puke’ revelan, además de una discutible y muy particular distinción del abogado en función de que cobre su trabajo a través de una minuta o de una nómina, una urgente necesidad de armonizar el Derecho de la UE en esta materia. Entre tanto, tomamos un apunte del presidente de la Audiencia Nacional, José Ramón Navarro, para fijar posición: “Todo lo que sea asesoramiento jurídico debe estar sometido a secreto profesional, independientemente de cuál sea la naturaleza de la relación profesional”.

 

Foto: 123rf

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El papel de la mujer en el Código Penal español

Érase una vez… La maté porque era mía

En estos tiempos en que a los países occidentales se nos llena la boca presumiendo de lo avanzado de nuestra sociedad frente a ‘esos otros’ países como Irán, en los que el adulterio está castigado con la lapidación (según una peculiar interpretación de la ley islámica), no está de más que hagamos memoria y recordemos que en España no hace tanto que el marido tenía ‘derecho’ a matar a su mujer adúltera (según una literal interpretación del Código Penal español).

En España el Código Penal de 1870 contemplaba una figura legal denominada ‘venganza de la sangre’. Este concepto otorgaba al cabeza de familia (el hombre, quién si no) el derecho a matar a su esposa en caso de infidelidad manifiesta, así como al hombre (quién si no) que “hubiere yacido ilegítimamente con ella”.

No olvidemos que el adulterio, siendo un hecho adoptado socialmente, no deja de ser un concepto religioso según el cual una persona casada incumple un sacramento manteniendo relaciones sexuales con otra que no es su marido o esposa. Ahora bien, tradicionalmente este ‘ilícito’ ha sido peor valorado en las mujeres que en los hombres y esto en algunos casos, como el que nos ocupa de la España franquista, quedaba claramente reflejado en el contexto jurídico de la época.

En este marco, al franquismo debió parecerle muy legítimo y lleno de sensatez, muy a tono con la sociedad machista, católica y defensora de la familia que se ‘disfrutaba’ tras la Guerra Civil. Porque este privilegio de la ‘venganza de la sangre’ se mantuvo vigente durante 25 años y no se revisó hasta 1963, cuando nuevamente fue eliminado de nuestro ordenamiento.

Ahora bien, la eliminación de este ‘derecho’ no podía suponer en ningún caso la liberación sexual de la mujer. Debía seguir existiendo, y así lo recogía nuestro Código Penal, la figura del marido como cabeza de familia —inspirada en la del ‘pater familias’ del Derecho Romano— que le concedía la responsabilidad de otorgar (o no) la licencia marital, velando así por una acertada toma de decisiones dentro del matrimonio. Con ello, la abnegada esposa debía seguir pidiendo ‘permiso’ prácticamente para todo a su esposo: desde abrir una cuenta corriente hasta aceptar una herencia, pasando por la obligación a seguir al marido allá de donde él fuera, pues sobre él residía también la potestad de elegir el domicilio conyugal.

Finalmente sería la reforma del Código Civil de 1975 la que se ocuparía de decapitar la figura del cabeza de familia y de sustituir el deber de obediencia de la esposa hacia el marido por un deber de mutuo respeto y protección recíprocos. Hubo que esperar prácticamente a la llegada de la democracia para lograr que la mujer española también pudiera decidir en buena parte de las circunstancias cotidianas respecto de su hogar, su familia o su profesión.

Y en esas seguimos, hoy en día.

 

Foto: 123rf

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El poder legislativo

El pueblo como poder legislativo

We the People of the United States, in order to form a more perfect Union…”. Cualquiera que haya estudiado Derecho Constitucional recordará cómo arranca el preámbulo de la Constitución de los Estados Unidos de América. “Nosotros el pueblo de los Estados Unidos, a fin de formar una Unión más perfecta…”. La frase revela la voluntad de aquel poder legislativo innovador que en septiembre de 1787 —once años después de la Declaración de Independencia— dejó sentado el papel del conjunto de la sociedad en el gobierno de sus cosas y en la redacción de sus leyes.

La sencilla carta magna americana (un preámbulo, siete artículos y 27 enmiendas posteriores hasta la más reciente de mayo de 1992) es la más antigua del mundo de las de corte federal y destila, por encima de otras consideraciones, la superior libertad del individuo frente al poder coercitivo del gobierno o de los jueces. Inspira, al cabo, el espíritu de los ‘padres fundadores’ de aquel conjunto de territorios escindido de la corona inglesa que se tuvo por pionero de la democracia en su formulación contemporánea.

Viene a cuenta recordar este, sin duda bello, ‘Nosotros el pueblo’ para trabarlo con la reforma del Código Penal que acaba de aprobar el Congreso de los Diputados para establecer en nuestro ordenamiento la prisión permanente revisable. El nuevo texto del Código Penal —aprobado con el voto del Partido Popular frente al resto del arco parlamentario— permitirá que para delitos de terrorismo se revise el cumplimiento de la pena a los 25 ó 35 años, pero que sea posible el internamiento de por vida.

Asimismo, la revisión ha encontrado en nuestra organización colegial una decidida oposición. Ha recordado el Consejo General de la Abogacía Española que la prisión permanente revisable es contraria a los artículos 10 (dignidad de la persona), 15 (repudio a cualquier trato inhumano o degradante) y 25 (las penas privativas de libertad se han de orientar a la reeducación y reinserción social) de la Constitución Española. Y abunda la Abogacía en que las reformas legislativas, y especialmente las del orden penal, no pueden encontrar su justificación en la alarma social que produzcan ciertos delitos, por graves y repulsivos que sean.

En paralelo a la discusión política y profesional, una encuesta de Metroscopia para el diario ‘El País’ revela que la aceptación de la prisión permanente revisable es mayoritaria en nuestra sociedad (“We the people…”) en una proporción de casi 4 a 1: el 67 por ciento  favorable frente al 18 por ciento contrario, bien es verdad que en 2010 eran 8 de cada 10 quienes se mostraban de acuerdo con esta figura. El sentir es mayoritario cuando se relaciona la posición de cada uno con su simpatía por los principales partidos políticos y sólo entre quienes se declaran votantes de Izquierda Unida ganan los que prefieren dejar las cosas como están (53% frente a 47%).

La paradoja en este caso es evidente. Ante una formación política que haría suyo el sentir de sus votantes («We the people«) para trasladarlo al edificio jurídico, otras se opondrían ardorosamente, en apariencia olvidando («¿We the people?»), la opinión de a quienes deben su representación cuando estos últimos sostienen mayoritariamente lo refutado por sus delegados.

Y hay, para finalizar, una segunda derivada, tan de actualidad ahora que se ha reabierto el debate sobre la democracia representativa y la teórica necesidad de que ‘todo’ se abra a la decisión mediante el voto popular. ¿La soberanía del pueblo le autoriza a decidir sobre cualquier cuestión por encima de lo que digan sus representantes, las organizaciones profesionales, reputados expertos o —llegado el caso— un tribunal de interpretación como el Constitucional?

 

Foto: 123rf

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