La Administración de Justicia en España parece haber puesto la quinta marcha en la conversión de la mayoría de sus procedimientos del papel al ordenador. El Plan 2015 para la aceleración de la Justicia en entornos digitales, presentado el pasado marzo por el ministro Catalá, es la herramienta para eliminar trámites hasta ahora presenciales y aunque ya se han encendido algunas alarmas que cuestionan su efectiva aplicación antes del 31 de diciembre, más pronto que tarde será una realidad.
Hasta ahí no se puede estar más que de acuerdo con un conjunto de cambios que evitarán, entre otros, miles de desplazamientos (nacimientos y defunciones se comunicarán al Registro Civil por vía telemática), acercarán las comunicaciones (uso de mensajes para avisar por móvil de la fecha de un juicio) o acabarán con la aislamiento entre sedes (intercambio seguro de información entre órganos judiciales y operadores jurídicos).
Otra cosa es reflexionar sobre otras consecuencias en un posible escenario a dos o tres años vista, cuando la Justicia Digital —entendida por el ministerio como sin papel y en red— adquiera título de cotidiana, al estilo de cómo concebimos hoy el funcionamiento de la Agencia Tributaria. Y es llegado a ese punto cuando viene a cuento la incidencia de la próxima desaparición práctica del papel en la profesión de abogado.
Hoy ya son mayoría absoluta quienes tienen en una pantalla (de ordenador, de tableta o de móvil) su soporte de lectura habitual para prácticas tan frecuentes como analizar un expediente en PDF, acceder a una consulta de jurisprudencia a una base de datos documental o revisar la cuenta de correo electrónico. En los tres casos, e imperceptiblemente, puede que atendamos a otras tareas (contestar una llamada de teléfono o un wasap, fijar la vista en un banner de publicidad en la web…) mientras hacemos frente a la inicial.
Es justo de esa aparente ‘multicapacidad’ simultánea de la que nos hemos dotado de donde surge una de las inquietantes paradojas que nos ha traído el celebrado universo de las nuevas tecnologías. “Temo que la lectura digital esté cortocircuitando nuestro cerebro hasta el punto de dificultar la lectura profunda, crítica y analítica”. La frase, de la neurocientífica Maryanne Wolf, es sólo una invitación a la lectura de un interesante reportaje publicado por el diario ‘El País’ con el que bien podríamos empezar a imaginarnos en nuestra práctica profesional a medio y largo plazo.
El artículo del periódico, cuya extensión ya es en sí misma una provocación para comprobar si, efectivamente, se sostiene la tesis de los expertos consultados, pone el acento en la preocupación que despierta entre la comunidad científica el efecto de la exposición a Internet y las pantallas en la lectura profunda. Sin que debamos caer por obligación en anatemizar el uso de estas herramientas, arroja luz sobre una consecuencia indeseada que es probable que hayamos sufrido alguna vez.
Foto: 123rf
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