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Copia digital canon digital

Canon digital: crónica de una muerte anunciada

El Tribunal Supremo ha fulminado la última versión del canon digital al considerar que contradice la normativa europea. Esta sentencia ha sido la puntilla a la polémica tasa, que ya daba sus últimos coletazos desde las ya dictadas por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y por la Audiencia Nacional desde 2011. Así, sólo faltaba que el TS recogiera la decisión de la Corte de Luxemburgo para poner fin a un sistema de compensación por los derechos de autor que, desde la implantación de su primera versión allá por 2008, muchos no dudaron en calificar de arbitrario, indiscriminado e injusto.

 

Aunque el concepto de canon digital existía desde la década de los 90, fue en 2006 cuando se actualizó y se empezó a legislar al respecto, intentando adaptarse a la creciente piratería de contenidos audiovisuales. El Gobierno de entonces optó por gravar la compra por parte de personas físicas de cedés, DVD, lectores de mp3, fotocopiadoras u otros instrumentos que pudieran servir para realizar copias privadas de obras con derecho de autor, para recuperar el supuesto perjuicio que estas suponían a los creadores. Así, los precios aumentaron según el producto: desde 0,17 euros en un cedé hasta 35 euros en el caso de un ordenador.

 

Pero ¿Por qué se debía pagar el canon fuera cual fuese el uso que se le iba iba a dar al soporte? ¿Cómo saber si ese cedé iba a guardar una copia de las fotos de sus últimas vacaciones o el nuevo estreno de Universal Pictures? Si se adquiría el soporte para ser usado por una persona jurídica, en principio exentas del pago del canon, ¿Cómo reclamar su devolución? ¿Merecía la pena hacerlo? Para refrescar conceptos, recordaremos que se entiende como copia privada aquella reproducción que una persona realiza para su uso privado, sin fines comerciales y son perfectamente legales a condición, eso sí, de que se fije una compensación para los autores. Una excepción dentro del derecho de autor que, como vemos, ha traído muchos quebraderos de cabeza a la hora de legislar.

 

Durante dos años, esta normativa estuvo en funcionamiento sin más trabas que la oposición, entre otros, de la plataforma Todos contra el canon, que consiguió que el Tribunal de Justicia de la UE se situara en contra del canon digital. Según su dictamen, era indiscriminado y no respetaba el concepto de compensación equitativa, ni el “justo equilibrio entre los afectados”, como establecía la directiva.

 

Así las cosas, se hacía necesario reformar la ley y encontrar otra manera de compensar a los autores. El RD 1657/2012 regulaba el nacimiento del nuevo sistema: en lugar del antiguo canon digital, el Gobierno estableció una compensación para los autores con cargo a los Presupuestos Generales del Estado, con lo que todos los españoles pagaban por las copias privadas de las obras las hicieran o no, compraran soportes que permitieran su utilización para este fin o no. El real decreto consiguió el más difícil todavía: tener en contra tanto a gran parte de la sociedad civil como a las entidades de gestión de derechos, que vieron disminuido el importe que recibían de 150 millones de euros con la primera versión del canon a cinco con la segunda. Tres de estas entidades de gestión colectiva de derechos de propiedad intelectual (Egeda, Dama y Vegap), impugnaron varios apartados del real decreto y, finalmente, la Sala de lo Contencioso-Administrativo del TS ha acordado declarar “nulo” e “inaplicable” en su conjunto el RD 1657/2012.

 

Y ahí tiene el Gobierno su nueva papa caliente: debe aprobar cuanto antes un sistema que satisfaga a la justicia europea y española y que, a su vez, cumpla con las exigencias del sector. Escuchar lo que estos dos agentes tienen que decir y abrir un poco la oreja para que lleguen, al menos, los ecos de la sociedad civil puede ser una manera de encontrar, de una vez por todas, la salida del laberinto de la copia privada. Habrá que ver qué pueden hacer el Ministerio de Cultura y el nuevo Ministerio de Agenda Digital al respecto.

 

Foto: Pixabay

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Propiedad Intelectual

Barra libre en la propiedad intelectual

La popularización de Internet como plataforma de transporte e intercambio de datos ha puesto patas arriba convenciones sociales y formas de hacer negocios a medida que ha tomado fuerza. Y la extensión del uso de la red de redes a dispositivos móviles (tabletas y teléfonos inteligentes) no ha hecho más que confirmar la consolidación de un nuevo escenario en el que toman fuerza una infinidad de prácticas nuevas mientras decaen otras – antaño cotidianas – camino de su desaparición o, en el mejor de los casos, o de convertirse en hábitos de excéntricos.

Antes de Internet ya habíamos asistido al desarrollo de un mercado mundial del plagio de ciertos bienes materiales que adquirían su valor original a través de una marca (ropa, calzado, obras de arte tangibles…) o que, no siendo tales, permitían un disfrute de menor calidad, pero disfrute al cabo. El ejemplo de los primeros ‘top manta’ donde se vendía cintas de casete con los éxitos musicales está en la memoria de cualquiera que haya pisado una universidad española en los años setenta y ochenta.

Aquella práctica gozaba de un cierto reconocimiento social por el halo de romanticismo que la rodeaba. En nuestro caso, un tipo con pinta de bohemio que pasaba las húmedas mañanas laguneras aplicado a la ‘noble’ tarea de ofrecernos a un tercio o un cuarto de su precio original éxitos musicales que, por la vía legal, el mercado ofertaba a un coste mucho mayor en un canal convencional llamado tienda de discos.

Aquella forma primitiva de piratería escondía, además, una gran paradoja. El ‘top manta’ incluía las últimas obras de artistas consagrados en sus letras y su trayectoria a la crítica de un sistema de economía de mercado que, por un lado, les hizo millonarios, mientras que por el oscuro – no tanto, habida cuenta de la que la transacción ‘mantera’ se hacía a la luz del día en los patios de un edificio público – habilitaba una especie de mercado alternativo para los menos (supuestos) pudientes. Justicia social (y poética) en palabras de sus defensores.

Las nuevas tecnologías casi han arrasado con la copia física como vía de comercialización de música y películas. Y el libro, mientras, aguanta a duras penas – sostienen algunos antropólogos que así será mientras las cohortes más jóvenes no aprendan a leer y escribir solo con un teclado -, pero la carrera hacia la virtualidad de los intercambios parece imparable.

En el tránsito, el Gobierno de España trata de actualizar la protección del derecho de autor en una nueva revisión de la Ley de Propiedad Intelectual, cuyo proyecto debe votarse en el Senado este mes de octubre. La reforma inspirada por el ministro José Ignacio Wert (tan o más polémico que el recientemente dimisionario Ruiz Gallardón) amenaza con no dejar satisfecho a casi nadie después que tampoco lo hiciera el texto inspirado por su antecesora en el área de Cultura, la cineasta Ángeles González-Sinde.

No va a ser fácil que se llegue un grado alto de consenso, admitido que la unanimidad es imposible en un terreno donde se opone el derecho de quien participa en una creación literaria o audiovisual frente a la mal entendida barra libre que permite, por ahora, un universo infinito llamado Internet. Y menos cuando a la conciliación de un principio básico como la necesidad de que el consumo de la cultura permita la retribución de sus autores se le combate con el añejo argumento de la inexistencia de un precio justo u objetivo para evitar el acceso fraudulento a un bien.

De un lado, mil y una vez se ha puesto el ejemplo de un supermercado donde el ‘cliente’ llenara su carro sin pasar por caja con la excusa de que el precio de lo ‘adquirido’ no se adapta a su poder adquisitivo. Del otro, se magnifica la Red como un inmenso campo global al que es imposible poner puertas y, por esa lógica, tampoco cancelas monetarias.

Pero en esta materia urge hacer una regulación o mejorar las existentes. Bajo riesgo de quedarse corto, si se quiere, o de que implique que una ley nacional frente a la ‘ley mundial’ de Internet puede convertirse en una gota en el océano. Sea éste el resultado o vengan sólo mejoras parciales con la reforma que se tramita, quien esté concernido con cualquier forma de creación intelectual, tan intangible como necesaria, no puede comulgar con que la piratería – más o menos inocente – sea un dogma de fe de este nuevo tiempo bajo la aparente y sacrosanta protección del consumidor.

Foto: 123rf

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