Una (otra) ley fracasada

Una (otra) ley que fracasa

Cuando todavía nos movíamos con pesetas en el bolsillo era conocido aquel dicho que decía: “Si debes un millón al banco tienes un problema; si le debes cien millones, el problema lo tiene el banco”. Quince años después, pagamos en euros y cada vez llevamos menos metálico en la cartera – casi todo lo resolvemos a golpe de tarjeta o internet -, pero algunos principios de la economía no mutan, por más que normas pretendidamente bien intencionadas lo traten de hacer.

La Ley 25/2015, de 28 de julio, de mecanismo de segunda oportunidad, reducción de la carga financiera y otras medidas de orden social lleva camino de ganarse un sitio de honor en esa particular lista de disposiciones del legislador que tanto llenan de autosatisfacción a unos como devienen estériles cuando de aplicarlas se trata.

Diez meses después de su entrada en vigor, un primer balance sobre su incidencia en el ‘mundo real’ llama a la frustración que ha provocado una ley, que en su mera estructura ya presagiaba el ‘quiero y no puedo’ posterior. Porque de 65 folios en los que hay menos artículos (10) que disposiciones (seis adicionales, cuatro transitorias, una derogatoria y 20 finales) sólo cabe interpretar afán – loable – por remendar lo viejo con nuevas costuras… para volver a la casilla de salida.

Y no es otro el punto de partida que la indefensión en la que queda en este país cualquier persona que haya fracasado en su negocio cuando trata de reordenar sus deudas para arrancar otra actividad. O, simplemente, cuando pretende ‘quebrar’ su actividad profesional sin quedar atado de por vida a unos acreedores implacables que con frecuencia repiten su filiación: administraciones públicas y bancos (que antes ‘fidelizaron’ a un autónomo caído en desgracia con garantías hipotecarias o reales).

[La ley] se hizo deprisa y mal, con muchas modificacionesresume el abogado Javier Gómez Garrido para explicar cómo las deudas que más suelen condicionar la continuidad del negocio son imprescriptibles. Así los créditos frente a Hacienda y la Seguridad Social perseguirán de por vida – y hasta luego si no hay aceptación de testamento a beneficio de inventario – al pequeño empresario que un día aspiró a establecerse por cuenta propia.

Es precisamente el privilegio del crédito público la herida más lacerante que provoca la Ley 25/2015. Asoma – vuelve a asomar diríamos -, esa costumbre tan patria de considerar al deudor particular presunto culpable, por dolo o negligencia, en todos los escenarios de su actividad profesional. No cabe, en este caso, ni derecho a intentarlo nuevo, ni propósito de enmienda. Aquel recibo o aquel impuesto que no pudo satisfacer le acompañarán por el resto de sus días. Para estos no cabe el rescate, mas enfrente siguen disparando con pólvora del rey. Y que usted – y nosotros – lo veamos.

 

Foto: Pixabay

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Eppur si muove

Los bancos (también) giran alrededor del sol

“Tener razón, demostrarla… y que te la den”. Más de un abogado habrá explicado a un cliente primerizo los tres principios sobre los que se asienta la resolución de casi cualquier asunto en materia jurídica. El dicho no tiene categoría de ley y – menos aún – vale la invocación de sus partes primera y segunda para que se nos conceda la tercera. No obstante, se revela como un sencillo esquema conceptual para entender lo que se viene encima cuando de pleitos tratamos.

Y vendría muy bien al caso para explicar el nuevo frente de indemnizaciones que ha provocado la sentencia del Tribunal Supremo (TS) de 21 de diciembre pasado, que condena a bancos y cajas a devolver el dinero adelantado por clientes a promotoras de viviendas que no llegaron a construirse. El fallo de la Sala Primera de lo Civil del TS atiende el recurso de casación interpuesto por una clienta contra Banco Sabadell (como sucesor de la extinta Caja de Ahorros del Mediterráneo, CAM) sobre protección de los derechos de los consumidores y usuarios.

Condena así el alto tribunal a la entidad bancaria, y sienta jurisprudencia para su aplicación en demandas del mismo contenido, a hacer frente solidariamente al perjuicio causado por decenas de empresas que captaron dinero a cuenta para la ejecución de promociones inmobiliarias que nunca comenzaron o – si lo hicieron – no llegaron a concluirse, mientras las empresas responsables entraban en concurso o desaparecían sin satisfacer a sus acreedores.

Así, el Supremo obliga a los bancos a devolver a los afectados las cantidades entregadas a cuenta de sus futuras viviendas ya que, como recuerda en la sentencia de la que ha sido ponente el magistrado ponente el magistrado Francisco Marín Castán, estaban obligados a avalar o asegurar tales entregas. La alegría financiera de los años de la burbuja inmobiliaria provocó un ‘olvido’ generalizado de esa obligación, que ahora ‘renace’ por imperativo del alto tribunal.

Y como suele suceder en estos casos en los que David vence a Goliat, la lucha contra el guerrero filisteo cabe personalizarla en una abogada, Cristina Juan Vidal, que tuvo el empeño personal y la sapiencia profesional para armarse de argumentos (“tener razón…”), invocar una ley de 1968 del régimen franquista (“demostrarla…”) y conseguir del TS una posición en consonancia (“… y que te la den”). La puerta abierta se asemeja muchísimo a la derrota del guerrero filisteo con una honda y una piedra y amenaza con abrir otra crisis de solvencia en el sector financiero español.

Además, y aunque obvio, recuerda el triunfo de esta abogada algunas certezas que permanecen frente al descrédito de nuestra clase política o el estado de desazón respecto del andamiaje institucional de España tantas veces invocado. Hay (todavía) justicia y hay (cómo si no) abogados dispuestos a reunir conocimiento y tenacidad para defender a sus representados. Tal que se atribuye a Galileo Galilei en la discusión sobre la traslación de los planetas del sistema solar, ‘Eppur si muove’.

 

Foto: Future Image Bank

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Deprisa, deprisa

Deprisa, deprisa

“Corre, dijo la tortuga, atrévete, dijo el cobarde” es el primer verso de una de las canciones más recordadas de Joaquín Sabina, uno de sus acertados poemas musicados sobre la condición humana y la complejidad de las relaciones entre personas. Vendría al caso esta parte inicial de la estrofa a cuenta del efecto que ha tenido la reducida ‘vacatio legis’ de la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que entró en vigor el pasado diciembre.

Establecía su nuevo articulado un plazo de seis meses para revisar más de medio millón de sumarios de causas penales —prorrogable para casos complejos a año y medio— bajo la noble intención de despejar el atasco secular de un orden jurisdiccional cuya carga de asuntos no ha hecho más que crecer y crecer. Y a las puertas del fatídico 6 de junio como fecha límite, han vuelto a tocar a rebato las campanas que advierten sobre la imposibilidad de cumplir el mandato legal.

Por más que la totalidad de las asociaciones de jueces o fiscales vinieran denunciando desde octubre del año pasado el ‘sindiós’ impulsado por el Gobierno de España a través de la mayoría de la que gozó en la X Legislatura, o por más que hasta el análisis de un profano pusiera en duda la capacidad del ministerio fiscal para revisar tamaña cantidad de sumarios en el breve lapso de seis meses, el ministro Catalá se agarró a aquel patrio principio de ‘Sostenella y enmendalla’.

Y ha sido asomarse junio en el calendario y que la Unión Progresista de Fiscales (UPF) recuerde que es literalmente imposible revisar todas las causas objeto de estudio antes del próximo día 6. En el colmo del desconcierto que provocaría el seguimiento de este rifirrafe, ha denunciado la UPF “la nula colaboración recibida por los letrados de la administración de justicia [antes secretarios judiciales], a quienes legalmente corresponde la obligación de controlar los términos judiciales” y “la carencia de unas herramientas informáticas que nos permitan conocer con exactitud el estado de todos los procedimientos”.

Agarrado a la posibilidad, bien es verdad que real, de que el juez pueda prorrogar la instrucción a petición del fiscal o de que la mera complejidad devenga motivo para que no decaiga un procedimiento, Catalá ha hecho suyo —obviamente en sentido figurado— el verso de Sabina para asumir el doble papel allí expresado: “Corre… atrévete…”. Y no parecía un principio recomendable para una situación que en el otoño pasado ya se apuntaba como verídica (y así ha sido). Matar moscas a cañonazos, deprisa deprisa…

 

Foto: Future Imagebank

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Congreso de los Diputados

Urgencias pendientes

La última comparecencia en las Cortes del presidente del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Lesmes, a punto de cerrarse la fracasada XII Legislatura, viene al dedo para hacer una reflexión sobre las consecuencias que la parálisis normativa de los últimos meses genera en el mundo judicial. Nada más lejos del chascarrillo de que con un gobierno en funciones y un parlamento ‘al ralentí’, el país funciona igual, estos meses de negociaciones estériles para conformar un nuevo ejecutivo han acrecentado una inquietud que tiene visos de hacerse crónica.

Reclamó Lesmes ante la Comisión de Justicia del Congreso: “Sólo un nuevo modelo de organización permitirá que la Justicia sea más eficiente” antes de invitar a sus señorías a abrir un debate que aborde las reformas estructurales pendientes. Y puestos a lanzar dardos, recordó que cada juez español debe resolver una media de 1.300 asuntos al año y ello supone “cargas de trabajo inasumibles”.

Nada nuevo bajo el sol. La intervención de Lesmes podría hacerla suya cualquiera con conocimiento suficiente sobre el ‘modus operandi’ de sistema aparato judicial, alejado en asuntos capitales de lo deseable para un estado con alto nivel de desarrollo como el nuestro. Capaz de impulsar reformas cuando la última palabra la tiene el poder ejecutivo y renuente a dar con acuerdos de base amplia cuando toca alcanzarlos en sede parlamentaria. Ahí, precisamente, reside una de las causas del marasmo.

Desde enero pasado asistimos a la puesta en funcionamiento de Lexnet —por la que ha de pasar, sí o sí, cualquier abogado que deba actuar en la mayoría de los órdenes jurisdiccionales— mientras duerme el sueño de los justos el catálogo de leyes a reformar que anunció, cuando estaba en pleno ejercicio de sus competencias, al gobierno que ahora luce la limitante etiqueta de ‘en funciones’.

Por citar las de incidencia más común, esperan su turno una nueva Ley Orgánica del Poder Judicial, la de Demarcación y Planta Judicial o la esperadísima Ley de Enjuiciamiento Criminal, que tendrá que definir, de una vez por todas, las funciones instructoras del Ministerio Fiscal. Cualquiera de estos pilares requiere de una urgente puesta al día. Pero por más que se recuerde la vigencia de esta reclamación devinieron estériles la décima y la undécima legislaturas. Y en el mejor de los casos, lo que queda de 2016 no obrará mayores cambios… en el bien entendido de que antes del otoño tengamos un gobierno y unas Cortes a toda máquina.

Dicen que los esfuerzos inútiles conducen a la melancolía. Y aunque el llamamiento de Carlos Lesmes o los repetidos pronunciamientos de la Abogacía y sus miembros, entre otros, corran el riesgo de caer en saco roto, es deber inexcusable de nuestra profesión no decaer en el empeño de levantar la voz para mejorar leyes y normas imprescindibles para el común de los ciudadanos. Nada es insuficiente, excepto la melancolía.

 

Foto: Flickr (crédito: Congreso de los Diputados)

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Diccionario del Español Jurídico

Diccionario del español jurídico: una necesidad satisfecha

La Real Academia Española (RAE) presentó el pasado mes de abril la primera edición del Diccionario del español jurídico (DEJ), una vasta obra de compilación del corpus de términos de nuestro idioma contenidos en leyes y sentencias. La obra, que ha sido posible gracias a un convenio entre el Consejo General del Poder Judicial y la RAE, ha sido dirigida por el académico y jurista Santiago Muñoz Machado. Es ésta una primera garantía, no poco importante, del rigor de la publicación.

Del conocimiento incluido en el Diccionario del Español Jurídico da fe su extensión: 1669 páginas y cerca de 30 mil entradas en las que se ofrece, además de la propia definición de cada palabra recogida, una explicación sobre el uso y procedencia del concepto con apoyo en la legislación, la jurisprudencia y los 130 autores que han trabajado en esta vasta compilación. Es notorio, en este caso, que el DEJ siga el mismo patrón metodológico que un diccionario de la lengua.

Según explica el propio Muñoz Machado, el DEJ recupera los criterios lexicográficos que en el primer tercio del siglo XVIII siguió la RAE para elaborar el legendario Diccionario de autoridades. “Los académicos que trabajaron en el Diccionario de autoridades vieron en los textos legales la más indiscutible autoridad, complementaria de los grandes autores, y riquísimos almacenes de palabras”.

No deja de llamar la atención este natalicio, justo en un tiempo de decrecimiento de los hábitos de lectura y de gusto por la reducción de la comunicación verbal a mensajes cortos, ora salpicados de emoticonos, ora adornados por una ortografía pésima y una gramática de párvulos que no parecen causar sonrojo en el emisor o receptor de turno.

El DEJ no viene en constituirse en recurso obligado para la redacción de una sentencia o un escrito de demanda. Para ello ha de contarse con la preparación y pericia del magistrado o el abogado, a los que cabe suponer la formación suficiente. Como otras ediciones tan necesarias de la RAE, hablamos de un compendio llamado a poner orden y criterio en un océano de términos tan frecuentes para quienes vivimos de la interpretación de leyes y normas, como probablemente lejanos para un profano.

Y puede que sea en esa doble concepción donde resida el verdadero interés para el lector que se asome a tamaña muestra de erudición. Para el avezado supondrá un inmejorable recurso de actualización del conocimiento adquirido en la universidad o la práctica profesional, refrescado con ésta o aquella entrada. Y para el que se inicie en el lenguaje legal, una fascinante oportunidad de acumular saber por saber, justo una práctica que, al tiempo, le hará regresar a una época —la ilustrada— determinante como puente entre la cultura clásica y la edad contemporánea.

El Diccionario del Español Jurídico puede adquirirse en librerías y en la propia tienda virtual de la Academia a un precio de 99 euros.

 

Foto: Flickr (crédito: RAE)

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Panamá

Panamá, Panamá

La publicación de los llamados ‘Papeles de Panamá’ en un consorcio de medios de comunicación de todo el mundo, entre ellos los españoles El Confidencial y La Sexta, ha provocado el enésimo revuelo sobre la dimensión mundial del patrimonio oculto a las haciendas nacionales a través de las decenas de paraísos fiscales que en el mundo hay.

Miles de documentos pertenecientes a clientes del despacho de abogados Mossack Fonseca han sido desvelados a través de una filtración a la que accedió inicialmente el periódico alemán Süddeutsche Zeitung, poniendo de relieve que el alcance de la actividad financiera que escapa al control del fisco de cada país escapa de cualquier estimación que pudiera considerarse ‘razonable’.

Como ocurrió con la publicación de los cables del Departamento de Estados de Estados Unidos en noviembre de 2010, la información aflorada por el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ) ha permitido conocer el modo de hacer negocios ocultos de jefes de gobierno y de estado, líderes políticos, empresarios, artistas o deportistas —gentes siempre asociadas a la élite de lo suyo— a través de una fórmula tan vieja como ya sabida: un bufete radicado en un país complaciente con estas prácticas y una red de ‘anónimos’ testaferros que prestan su identidad para hacer la función de pantalla mientras el hilo salta de un continente a otro tejiendo un recorrido que el hilo de Ariadna no habría igualado.

El ‘modus operandi’ se ha asociado históricamente al legendario secreto de la banca suiza, aunque desde los años cincuenta del siglo pasado se ha ido perfeccionando, mientras crecía y crecía al calor de la proliferación de estados y territorios autónomos en los que hallaba acomodo. Listar una (todavía) inexistente organización internacional de refugios fiscales obligaría a cualquier profano en geografía a dotarse de un detallado atlas.

El análisis de la búsqueda es tan descorazonador como didáctico. Así hemos venido a enterarnos de la existencia de Niue, una pequeña isla un poco más pequeña que El Hierro y con una población que malamente llenaría un fondo del estadio Heliodoro Rodríguez López. Estado de libre asociación con Nueva Zelanda (no es miembro de la ONU), Niue tiene verdadera relevancia en sus antípodas porque la OCDE lo incluye en su lista de paraísos fiscales.

Curiosidades geográficas al margen, la revelación de los papeles de Panamá —cuya ‘pieza’ más importante ha sido la dimisión de José Manuel Soria como ministro— devuelve a un plano de actualidad del que, por otra parte, no ha desaparecido del todo en tiempo reciente, la magnitud y complejidad de los flujos de capital cuando se mueven en el fino alambre de la elusión fiscal (los casos de Google y otras multinacionales enormes son conocidos), tanto como cuando lo hacen tras un velo de ocultación que nunca deja de asombrar.

 

Foto: Flickr (crédito: dronepicr)

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Sobre el turno de oficio

En defensa del Turno de Oficio: #EsTuTurno

No es lo mismo ser atendido por un abogado de oficio que por uno que cobra 500 euros a la hora”, afirmaba hace unos meses el catedrático Ignacio Villaverde en un artículo. “Un imputado con mucho dinero para pagar un buen abogado puede salir mejor parado del proceso que otro que no cuenta con medios… contar con un buen letrado es importante. Aunque en la teoría existe la igualdad formal, en la práctica se dan situaciones desiguales derivadas de los recursos con los que cuentan las personas”, afirmaba el magistrado Joaquim Bosch en ese mismo artículo.

Habrá quien piense que son frases sacadas de contexto, pero sea cual sea éste, las palabras dicen lo que quieren decir: que un abogado de oficio es peor que uno contratado a su costa por el interesado. Duro, ¿verdad? Y, además, falso. Villaverde alude directamente a los abogados de oficio, comparándolos de forma con los abogados de libre elección. Y Bosch, portavoz de la Asociación Jueces para la Democracia, también cita veladamente a los profesionales del turno, al hablar de “buenos abogados” en contraposición a aquellos otros que, al estar peor pagados, desarrollarían una defensa de peor calidad. ¿Nos están diciendo que la tutela judicial efectiva en condiciones de igualdad es inexistente? ¿Es este el mensaje que quieren transmitir a la sociedad?

Para acceder al Turno de Oficio es necesario acreditar una experiencia y una cualificación y preparación profesionales adecuadas. Además, los abogados de oficio tienen su despacho abierto para que quien quiera y pueda contrate sus servicios. Accediendo al Turno de Oficio no hacen otra cosa que mostrar su vocación de servicio y su amor por una profesión en ocasiones tan denostada, además de un firme compromiso por facilitar al ciudadano sin recursos un acceso a la Justicia con todas las garantías, tal y como establece nuestra Constitución.

A los abogados de oficio se les exige un especial celo y dedicación, así como una especialización y formación continua y los colegios velan porque ese rigor normativo se cumpla, sin olvidar, como ya hemos dicho, que todo letrado de oficio es también letrado particular.

Ningún abogado se hace rico por estar el turno de oficio, así que no es el simple lucro lo que motiva a estos profesionales. Antes al contrario: el retraso en el cobro de una minuta exigua —a cambio de un nivel de exigencia elevadísimo con unas condiciones laborales en ocasiones penosas— debería hacernos pensar que los abogados de oficio son una suerte de héroes que ofrecen tiempo y esfuerzo para que el principio de igualdad sea algo más que una quimera. Porque la Justicia Gratuita es una obligación del estado cuyas taras soportan los abogados: cobran tarde y mal, pero no por ello dejan de aparcar los asuntos de su despacho para cumplir con las guardias y con el resto de obligaciones que se les exigen.

Es necesario, además de seguir luchando por la mejora de las condiciones laborales y salariales de los compañeros del turno, dar a conocer a la sociedad la verdadera cara de este oficio y la labor de los profesionales que a él se dedican. Declaraciones como las aquí traídas no sólo no ayudan, sino que entorpecen esta labor.

Foto: ICATF

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Gobierno en funciones, funciones del Gobierno

Gobierno en funciones, funciones del Gobierno

La celebración de las elecciones generales el pasado 20 de diciembre dio paso, un día después, al cese del Gobierno, quedando ‘en funciones’, conforme establece el artículo 101 de la CE y desarrolla el artículo 21 de Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno. El cambio a la provisionalidad del Ejecutivo no había tenido —desde la regulación que trajo consigo el regreso de la democracia a nuestro país— casi más trascendencia que el uso de la coletilla ‘en funciones’ en las informaciones periodísticas, tal era la certeza de que un par de meses, a lo sumo, se volvería a la normalidad.

Hasta diciembre de 2015, claro. Desde aquel lunes 21 víspera del sorteo de Navidad, el término ‘Gobierno en funciones’ ha ganado conocimiento entre propios y ajenos hasta adquirir entidad propia en la plaza pública y, como no, en la discusión partidista. Quien pudo pensar que la negociación para la investidura del nuevo presidente iba a restarle protagonismo andaba equivocado.

Porque también en esto hemos asistido a uno de esos debates patrios, pero bizantinos, a cuenta de cuáles son las tareas propias del Ministerio cesado. Que si puede tener posición formada ante un cumbre de la Unión Europea (o debe hacer suya la que la mayoría de turno en el Congreso establezca), que si debe comparecer en sede parlamentaria a petición de un grupo (o sólo lo hace de ‘motu proprio’ para que se diga que es otro el que me fuerza a venir), que si debe emitir informes sobre proyectos legislativos remitidos por las Cortes (o espere usted al próximo gabinete, que este lo es, pero en funciones)…

El intercambio de pareceres se ha colado, como era de esperar, en medio de las conversaciones para conducir a una nueva presidencia. Añádase al caldo que la cesantía superará, pase lo que pase, los cuatro meses y ya tenemos el corolario inevitable: urge legislar con más precisión esto del Gobierno en funciones para evitar ulteriores discrepancias. Esto es otro ejemplo de legislación ‘en caliente’: detectamos un problema, nos ponemos a la tarea de ‘parir’ una ley o modificar una ya existente, se aprueba en la carrera de San Jerónimo, se publica en el BOE y… ¡problema resuelto!

Llegados a esta posición tan nuestra de arreglar problemas a golpe procedimental, cabría convenir —admitiendo la posible conveniencia de la reforma de la Ley 50/1997— que la naturaleza del problema reside en uno precedente. Y sería el quid de la cuestión aquella generosa previsión de plazos de los padres de la Constitución de 1978 para decidir el relevo del Gobierno. Porque ante la ausencia de un árbitro (el rey) con poder de emisión de laudo, no parece muy de este tiempo que no se obligue a las partes (los partidos políticos) a llegar a un acuerdo en un lapso más breve que impida este mareante periodo negociador.

 

Foto: Moncloa

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Lecrim

Reforma de la Lecrim: ¿ley de punto final?

La Ley 41/2015, de modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (Lecrim), publicada en el BOE el pasado día 6 de octubre ha vuelto a abrir —aún antes de su efectiva entrada en vigor—, un encendido debate tan propio de un país donde, con frecuencia, el legislador parece operar al margen de quienes deben adaptar su práctica profesional a lo formulado por las Cortes Generales.

El caso de la Lecrim amenaza con generar un reguero de conflictos en cuanto lo que podría suponer de ley de ‘punto final’ de hechos delictivos por la limitación del plazo de instrucción a seis meses (causas sencillas) o a 18 meses (las complejas). Y es que desde el próximo 5 de diciembre todos los procesos penales vigentes que se encuentren en fase de instrucción tendrán que adaptarse a la nueva redacción del artículo 324.

A juicio de la mayoría las asociaciones profesionales de jueces y de fiscales, “habrá que revisar todas las causas penales que se encuentran en fase de instrucción en todos los juzgados de España” con dos únicas consecuencias en función del tiempo de tramitación: su archivo o la petición por el ministerio público de una prórroga “cuando las causas así lo justifiquen”. No obstante, cuando se trate de un segundo o tercer aplazamiento, la petición deberá contar, también, con la anuencia del resto de las partes.

Vistas así las cosas, parece sencillo entender el riesgo denunciado por magistrados y fiscales porque a los jueces de instrucción se les coloca “en un delicado papel en el que, dirigiendo ellos la instrucción, carecen de la capacidad para prolongarla en el tiempo, si no es tras la petición del fiscal”. Y a los segundos, porque se verán inmersos “en una irresoluble tesitura, al resultar de imposible cumplimiento el mandato legal con los medios personales y materiales con que se cuenta en la actualidad”.

La reforma de la Lecrim, en este punto, parece responder al principio de matar moscas a cañonazos. Puede entenderse muy loable la intención de desatascar el funcionamiento de la jurisdicción penal en nuestro país —como todas, está afectada por los vientos cruzados de una legislación que empuja hacia un lado y unos medios materiales y humanos que rolan en sentido contrario—, pero cuando las pretendidas soluciones se inspiran en un principio de ‘tabla rasa’ y, además, tiran de retroactividad para resolver, calculadora en mano, miles de instrucciones se encienden las luces de alarma.

Veremos las consecuencias reales con el final de este 2015, pero no se adivinan efectos positivos de la entrada en vigor de esta reforma. Si ‘prescriben’ en catarata un expediente tras otro por la única fuerza del calendario será cosa mala. Y si se consiguen alargar determinadas instrucciones para que prevalezca un elemental principio de persecución del delito, el ánimo de eficiencia perseguido por nuestros legisladores quedará en agua de borrajas. Así que, finalmente, todos calvos.

 

Foto: 123rf

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Paridad

¿Paridad en la judicatura? Paradojas

Que la incorporación de la mujer a las profesiones relacionadas con el ejercicio del Derecho ha sido constante y creciente en los últimos 40 años es una evidencia confirmada por la estadística: de los primeros años setenta hacia acá cohortes de féminas pisaron masivamente la universidad y devinieron juezas, notarias, abogadas, procuradoras y secretarias judiciales.

Puede que la feminización de cualquiera de estas profesiones —como antes la enseñanza y luego la condición de enfermera o médico— simbolicen mejor que otras la caída de una barrera como la del sexo, que durante siglos y civilizaciones en cualquier punto del mundo estaban llamadas a caer. Felizmente, el progreso moral y material y algunas guerras (por desgracia) permitieron las condiciones para que millones de mujeres asumieran el mismo rol que los hombres en cientos de funciones que hasta entonces les eran vedadas.

No obstante los avances, queda mucho terreno por desbrozar. Bien sea para mejorar la conciliación de la vida familiar y laboral, como para que las cúpulas directivas —en campos tan distintos como la representación política, la empresarial o en la propia función pública— se nutran con mayor proporcionalidad de varones y hembras. Puede que este sea, junto al combate a la violencia de género, el mayor reto en lo que avanza este siglo.

Vueltos al mundo del derecho, una reciente encuesta encargada por el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) ha desvelado ciertas opiniones que animan el debate sobre la existencia de trabas a la promoción de la mujer en la parte alta del escalafón de la judicatura: el propio pleno del CGPJ, las presidencias de audiencias y tribunales superiores (o la ‘simple’ presencia en algunas de sus salas, como en las del Tribunal Supremo) por poner los ejemplos más recurrentes.

La VI Encuesta a la Carrera Judicial recogió la opinión de 1.285 jueces y magistrados de los 5.390 en ejercicio activo a los que se remitió un amplísimo cuestionario en el que se preguntaba, necesariamente, sobre la conveniencia de promover una discriminación positiva hacia la mujer en la carrera judicial. El 72 por ciento de los que respondieron considera que no existe discriminación interna atribuible a cuestiones de género. En menor proporción, el 57 por ciento de las juezas y magistradas niega la existencia de discriminación, aunque un 26 por ciento opina que sí existe.

Habida cuenta de que en 2015, el 52 por ciento de los jueces españoles son mujeres, no deja de llamar la atención que tal proporción no sea, ni de lejos, similar o algo cercana en la distribución por sexos de los puestos de mayor responsabilidad o cualificación. Como igualmente es llamativo que la opinión general en el gremio entienda que no se debe a barreras ‘ex profeso’. Se asoma, así, una paradoja, ya que la aparente inexistencia de obstáculos corporativistas señalaría hacia otros factores el —también aparente— desinterés de muchas mujeres en desarrollar una carrera profesional que, en algún momento, les haga saltar de la titularidad de un juzgado de primera instancia a cotas mayores.

 

Foto: 123rf

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